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EDITORIAL

Hacia el secuestro de internet

Los internautas han reaccionado a tiempo y han hecho dar un paso atrás a los políticos. Pero como muchos de sus pasos atrás, será sólo para volver a intentar que la red, como ya pasó con el espacio radioeléctrico, se convierta en el cortijo de unos pocos.

Internet es uno de los mecanismos que más ha abaratado a lo largo de la historia la transmisión de información; esa mercancía tan costosa durante tanto tiempo que hoy resulta accesible y casi gratuita para todo el mundo.

Tal revolución en las comunicaciones, que adquiere su verdadera dimensión cuando la ponemos en perspectiva histórica, supone sin duda alguna una oportunidad muy clara no sólo para enriquecernos, sino también para divertirnos, cultivarnos, relacionarnos y defender nuestras libertades. Gracias a internet, nunca ha sido tan sencillo que personas con motivaciones comunes aúnen esfuerzos en un mismo proyecto (incluyendo los de tipo ideológico); nunca ha sido tan fácil que todo ciudadano que así lo desee pueda convertirse en un periodista que investigue y denuncie los abusos del poder político.

De ahí que los gobernantes siempre hayan observado la red con un cierto recelo. Demasiados ojos y demasiadas voces vigilando y criticando un mundo –el político– tradicionalmente caracterizado por la opacidad y las intrigas. A un mandatario le puede ser relativamente fácil controlar a los grandes grupos de comunicación, que en buena medida dependen de las licencias y de los favoreces que se les conceda desde el Estado, pero sin duda le resulta prácticamente imposible someter a millones de ciudadanos que, de motu proprio, bregan por promocionar sus propias ideas, inquietudes y hallazgos.

He ahí toda la explicación que requiere ese movimiento gubernamental, cada vez más extendido por Europa y que ha terminado por prender en España, que con la excusa de proteger la propiedad intelectual otorga a la Administración la potestad para cerrar páginas web.

Una práctica que no por saberse inconstitucional –el art. 20.5 reza claramente que "Solo podrá acordarse el secuestro de publicaciones, grabaciones y otros medios de información en virtud de resolución judicial"– y no por ser conscientes de que atenta contra algunos de los derechos humanos más fundamentales, hará cambiar de idea a los gobiernos sobre la necesidad de regular y poner coto esa gran amenaza para su poder omnímodo llamada internet.

Corresponde a los tribunales de justicia –supuestamente despolitizados, independientes e imparciales– controlar si en la red, como en cualquier otro ámbito de la vida social, se comete algún delito. No es necesario ningún tipo de nueva normativa adicional que, pretendiendo actualizar las leyes a los tiempos, sirva para limitar nuestras libertades. Pero eso es exactamente lo que pretenden nuestros gobernantes: arrogarse la capacidad de censurar páginas web con cualquier excusa.

González Sinde es una política sin experiencia cegada por la codicia y el muy socialista ímpetu prohibicionista. No ha sabido manejar los tiempos y se ha ganado algo parecido a una reprimenda por parte de Zapatero y Caamaño. Esta vez los internautas han reaccionado a tiempo y parece que la avanzadilla intervencionista ha dado un paso atrás. Pero como muchos otros de sus pasos atrás, será sólo para coger impulso, para volverlo a intentar más adelante hasta que la red, como ya pasó con el espacio radioeléctrico, se convierta en el cortijo de unos pocos. Una vez consigan justificar las primeras regulaciones de excepción sobre internet, las siguientes vendrán a manadas. Es una batalla que no se puede perder.

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