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Emilio J. González

Despotismo ecologista

Es en el mercado donde reside la solución a la reducción de emisiones de CO2: y no me refiero a ese artificio intervencionista del mercado de los derechos de emisión, sino al mercado de verdad, en el que impera la ley de la oferta y la demanda.

Los ecologistas se han convertido en los nuevos déspotas ilustrados, adaptados al siglo XXI, y han sustituido eso de "todo para el pueblo, pero sin el pueblo" por un nuevo banderín de enganche, que reza más o menos algo así: "todo para los países en desarrollo, pero sin los países en desarrollo". En Copenhague se les ha visto el plumero bastante bien. Han querido frenar el desarrollo de los países más atrasados, condenándolos a costosos procesos de reconversión energética que frenarían sus posibilidades de superar su situación de atraso y pobreza, sin entender nada de nada de su problemática; tan sólo porque, además de ecologista, son anticapitalistas y, como tales, les produce alergia todo lo que pueda suponer que las cosas se resuelvan a través y gracias a los mecanismos del mercado. Es en estos mecanismos donde reside la solución a la reducción de emisiones de CO2: y no me refiero a ese artificio intervencionista del mercado de los derechos de emisión, sino al mercado de verdad, en el que impera la ley de la oferta y la demanda y los precios suben cuando un bien es escaso.

Para reducir las emisiones de CO2, obviamente, hay que recortar el consumo de petróleo y otras fuentes de energía contaminantes. Sin embargo, de acuerdo con las previsiones de la Agencia Internacional de la Energía, de aquí a 2040 la demanda de petróleo en el mundo se va a incrementar un 50%. No obstante, ese aumento de la demanda no va a venir protagonizado por los países desarrollados, que están reduciéndola ya como consecuencia de las mejoras que están alcanzado en la eficiencia energética, es decir, utilizando menos energía por cada unidad de producto. Por el contrario, el aumento de la demanda de crudo va a venir de la mano de los países en desarrollo, con China como responsable de la mitad de dicho incremento. Ahora bien, a mayor demanda, también mayores precios y la pregunta es cuántos países en desarrollo podrán acometer procesos de crecimiento e industrialización intensivos en consumo de energía con precios del crudo que superen no ya los cien dólares, sino los ciento cincuenta o incluso los doscientos dólares por barril. Ciertamente, pocos de ellos.

Además, el encarecimiento de la energía que se espera en los próximos años, a medida que se incremente la demanda de petróleo, va a reducir, e incluso eliminar, una de las principales ventajas competitivas de los países en desarrollo, que son sus bajos costes de producción. Por tanto, surge aquí un verdadero incentivo para mejorar la eficiencia energética y, con ella, reducir tanto el consumo de petróleo como las emisiones de CO2: los precios que puede llegar a alcanzar el crudo. Y es que, en última instancia, el problema de los países en desarrollo es que su consumo de energía aumenta a ritmos más elevados que su crecimiento económico porque no son eficientes en el uso de la energía. Ese es el punto en el que habría que centrarse, en la eficiencia, no en forzarles porque sí a invertir en tecnologías limpias y caras –sobre todo caras– que frenan sus posibilidades de desarrollo.

Esta es, precisamente, otra de las grandes cuestiones relacionadas con todo este asunto. Los países industrializados quieren trasladar sus problemas de competitividad a los países en desarrollo forzándoles a asumir costes elevados con la excusa del cambio climático, mientras las naciones ricas se empeñan en no adaptarse a la nueva realidad, manteniendo elevados niveles de presión fiscal para financiar unos Estados mastodónticos, y en no llevar a cabo las reformas necesarias que necesitan sus economías. De hecho, a nadie debe extrañarle el saber que detrás de quienes vociferan contra el cambio climático se encuentran la mano y los recursos financieros de las multinacionales y de los países que no pueden o no quieren adaptarse a la globalización. Y, para complicar más las cosas, esos defensores del ecologismo a ultranza piden el establecimiento de un impuesto global sobre los movimientos internacionales de capitales cuya recaudación, dicen, debería financiar las inversiones de los países en desarrollo para adoptar tecnologías limpias. Lo que en realidad ocurriría si se estableciera semejante impuesto sería que los capitales se moverían menos, se quedarían en sus países de origen, que es, en cierto modo, lo que quieren algunos para obtener financiación barata sin tener que competir por el ahorro mundial. Pero eso condenaría a los países en desarrollo a no encontrar financiación suficiente para acometer las inversiones necesarias con las que superar su atraso y su pobreza.

Así, nuestros ecologistas, antiglobalizadores y demás panda se convierten en los déspotas ilustrados del siglo XXI, que dicen querer todo para los países en desarrollo, pero sin contar con ellos, ni tan siquiera comprenderlos. Claro que ser atrasado económicamente no es sinónimo de ser tonto y por eso han sido los propios países en desarrollo los que no se han dejado mangonear y han impedido un acuerdo en Copenhague. Un veto que debería de servir para que estos ‘burguesitos progres’ capten el mensaje de una vez por todas y se dejen de tonterías.

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