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Guillermo Dupuy

El desprestigio de Cataluña

Es evidente que en este deterioro y en esta pérdida de atractivo de la sanidad catalana, al margen de los modelos de gestión, influye de manera decisiva la presión asfixiante del nacionalismo y su obsesiva y liberticida inmersión lingüística.

El diario La Razón acaba de publicar un estudio sobre las preferencias de los cien licenciados que mejor nota han obtenido en el examen MIR de 2008. De ellos, prácticamente la mitad han elegido uno de los hospitales madrileños para efectuar la especialización, mientras que sólo el 17 por ciento optaron por uno catalán. Además, de los diez mejor puntuados, ocho pidieron especializarse en Madrid y sólo uno en Cataluña.

Aunque estos datos no son los únicos que vienen a desmentir la politizada e interesada critica que le vienen haciendo los sindicatos a la política sanitaria del Gobierno autonómico madrileño –caracterizada esta última por rehuir el incremento del déficit y, en su lugar, apostar por reformas estructurales para optimizar los recursos y aumentar la calidad–, lo que me interesa de ellos es cómo ponen también de manifiesto el paulatino desprestigio que, también en el terreno sanitario, padece Cataluña. Es evidente que en este deterioro y en esta pérdida de atractivo de la sanidad catalana, al margen de los modelos de gestión, influye de manera decisiva la presión asfixiante del nacionalismo y su obsesiva y liberticida inmersión lingüística. Lejos de servir para brindar una mejor atención al ciudadano, lo que hace es alejarles de los profesionales mejor cualificados.

Es así cómo la otrora prestigiosa sanidad catalana, con su altísima capacidad asistencial, de docencia y de investigación, se encuentra ahora, por culpa del nacionalismo y del estatismo que tan frecuentemente le acompaña, con falta de facultativos, teniendo la Generalitat que homologar títulos de otros países de peor formación y calidad médica.

Valga este ejemplo, uno más, para demostrar hasta qué punto tenia razón un personaje tan poco sospechoso de aversión al nacionalismo como Jordi Pujol cuando reconocía hace escasas semanas que en la época de Franco, si bien la relación entre Cataluña y el resto de España era mucho peor políticamente y desde el punto de vista de la administración, no lo era desde el punto de vista de la opinión pública. "El prestigio de Cataluña –concluía Pujol– era importante, mucho mejor que ahora".

Ciertamente, no hace falta haber sido adulto en tiempos de la dictadura para conocer del prestigio que entonces tenía Cataluña gracias a su sociedad civil y a su carácter abierto y cosmopolita que le hacía estar en la vanguardia en los terrenos económico, cultural, científico o deportivo. Lo criticable en Pujol es que no termine por reconocer al nacionalismo como uno de los culpables de esa decadencia paulatina que padece Cataluña. La obsesión identitaria de los nacionalistas es tan liberticida como empobrecedora. ¿Tiene sentido –por hacer referencia a otra noticia reciente– que la Generalidad catalana dé cuatro veces más dinero a sus "selecciones nacionales" que al deporte escolar?

Valgan estos ejemplos –podrían darse cientos– para poner en evidencia que el prestigio o la "dignidad de Cataluña" –por hacer referencia al título del editorial/manifiesto en defensa del Estatuto soberanista catalán– no la rebajamos quienes criticamos al nacionalismo en general, y a la inconstitucionalidad de ese engendro en particular, sino quienes sacrifican al individuo en el altar de la tribu.

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