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Emilio J. González

Agua de borrajas

El ajuste presupuestario exige algo más que lo que plantea el Gobierno. Exige una reforma en profundidad de las relaciones financieras entre el Estado y las autonomías y una asignación clara de competencias al primero en materia de política económica.

En medio de las crecientes dudas acerca de la economía española y su capacidad para poder seguir en el euro, el Gobierno nos anuncia un paquete de medidas para el próximo Consejo de Ministros. La cuestión, como siempre sucede con todo lo que atañe a Zapatero y su equipo, es si de verdad el Ejecutivo se va a embarcar en el verdadero programa de política económica que necesita este país o si, por el contrario, todo va a quedar en aguas de borrajas, es decir, en otra operación más de marketing para tratar de dar la sensación de que se hace algo a la espera de que la crisis se corrija por sí sola, cosa que no va a ocurrir, al menos en lo que al paro se refiere. Probablemente se trata más de lo segundo que de lo primero.

El Gobierno, obligado a reaccionar de alguna forma ante las dudas crecientes de los mercados –como prueba el hecho de que el diferencial de tipos de interés con el bono alemán ya se ha situado en casi 1,1 puntos, cuando hace apenas nada estaba en seis décimas–, parece querer que la reforma fiscal sea la columna vertebral del plan de ajuste de la economía española, si bien todavía hay que ver las concreciones. De momento, por lo que van diciendo desde Moncloa y desde Economía, ZP quiere actuar tanto por el lado de los gastos como por el de los ingresos, con el fin de reducir el déficit al entorno del 3% del PIB de aquí a 2012. La cuestión es si va a lograrlo.

El Ejecutivo quiere reducir el gasto del Estado en 50.000 millones, una cantidad próxima a los 60.000 millones de euros en que la OCDE cuantifica el déficit estructural, esto es, el que no tiene nada que ver con la coyuntura. Para ello, se baraja recortar tanto el gasto corriente como la inversión. Lo primero es correcto; lo segundo, por el contrario, no parece lo más apropiado en un escenario como el que se presenta de debilidad sostenida del crecimiento económico. Pero lo más importante de todo: ¿dónde va a aplicar la tijera el Gobierno? Porque 50.000 millones de euros son, aproximadamente, el 5% del PIB español, cuando el Estado gestiona en torno al 10% del PIB, frente a un 20% de las autonomías y otro 10% de los ayuntamientos. A la luz de estas cifras está claro lo difícil que le va a resultar al equipo de Elena Salgado conseguir ese objetivo, sobre todo porque las dos principales partidas de gasto estatal, la de personal y la de pensiones, no paran de crecer y, además, ahora hay que añadir también la de los intereses de las astronómicas cantidades de deuda que está emitiendo el Gabinete sin demasiada razón de ser. En consecuencia, este objetivo no parece factible si, de paso, desde la administración central no se pone coto a los desmanes presupuestarios de las autonomías. ¿Será capaz Zapatero de imponer a Cataluña, por ejemplo, un recorte de gastos cuando no hace más que financiar el enorme agujero de las cuentas catalanas? ¿Y a una Andalucía socialista donde los dineros públicos alimentan a cientos de miles de votos cautivos? Lo dudo. ¿Será ZP capaz de renunciar a su tan querida política de dádivas generosas y gasto populista? Lo dudo aún más.

Por el lado de los ingresos, como ya se imaginan, lo que está estudiando el Gobierno es cómo seguir subiendo los impuestos. El problema es que semejante media es pan para hoy y hambre para mañana. En una economía profundamente deprimida como la española, subir los impuestos implica condenarla a una depresión aún más larga e intensa, porque la mayor presión fiscal disminuye el consumo y, con él, la inversión y las escasas posibilidades de generar empleo suficiente para reducir el paro de forma significativa. Es más, en el futuro próximo hay dos nubarrones más que negros que amenazan cualquier atisbo de brote verde que se pudiera producir. Uno de ellos es el precio del petróleo. Si la economía mundial se recupera, como pronostica el FMI, la demanda de crudo se incrementará y, con ella, su cotización, lo cual aumentaría ostensiblemente los problemas de competitividad y de balanza de pagos de nuestro país. El otro es la posible segunda oleada de la crisis, en forma de impagos del sector inmobiliario que pueden provocar la quiebra de más empresas y poner contra las cuerdas, aún más si cabe, a un ya muy castigado sector financiero. Con todo ello no parece posible que el crecimiento pueda remontar verdaderamente el vuelo en un plazo razonable de tiempo y, sin ello, por mucho que suban los impuestos, la recaudación fiscal no lo va a hacer a medio y largo plazo por el propio efecto depresivo sobre la economía de la mayor fiscalidad.

De esta forma, lo que a priori parece lógico de cara a atacar la crisis no lo es tanto cuando se mira más allá de los grandes titulares y se lee despacio la letra pequeña. Y es que el ajuste presupuestario exige algo más que lo que plantea el Gobierno. Exige una reforma en profundidad de las relaciones financieras entre el Estado y las autonomías y una asignación clara de competencias al primero en materia de política económica que le coloque verdaderamente por encima de cualquier otro nivel de la administración y le otorgue una capacidad real de hacer política económica con visión nacional. De lo contrario, albergo grandes dudas acerca de que se puedan cumplir los objetivos del Ejecutivo, por mucho que digan y hagan el presidente y los ministros.

En Libre Mercado

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