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José T. Raga

Reunión de pastores

Olvida el señor presidente francés que ese capitalismo, y concretamente en su vertiente financiera, es el sector más regulado de toda la actividad económica.

Conocedores como son del refranero, ya saben ustedes la suerte que corre la pobre oveja tras la reunión de los pastores. Y la única razón, a mi modo de ver, que mueve a los pastores para el pretendido destino de la oveja es su carácter contestatario, esa rebeldía que se traduce en no aceptar cuanto le venga impuesto, esa pasión por sentirse libre. Otro destino podría tener si, desproveyéndose de ese maldito afán perturbador de la paz social, adoptase los principios vitales del borrego, tan sumiso, tan complaciente, tan jerarquizado que jamás osará siquiera enjuiciar las decisiones de quien ejerce el poder, de quien está llamado a dirigir sus vidas, sus costumbres y sus haciendas.

Los pastores, con esa natural inclinación a embrutecer lo más pulcro, a desfigurar lo más estético, a mancillar lo más bello, se han reunido en un lugar –Davos– privilegiado por la madre naturaleza, cuando, por qué no reunirse en el Elíseo, o en la Casa Blanca, o en el 10 de Dowing Str. o, hasta en la Moncloa, que son lugares ya sin remedio, porque en ellos ha discurrido la actividad política, también, aquella que se muestra como reflejo de los más bajos instintos del ser humano y, más en concreto del animal político, como se suele caracterizar a estos personajes en el lenguaje al uso. No, ellos quieren reunirse en aquellos espacios en los que los hombres de bien tratan de olvidar sus malos humores, en parte producidos por los que allí se reúnen, abriéndose a la naturaleza para encontrar el esparcimiento de sus propias existencias.

La visión que las ovejas, es decir, los hombres y mujeres que aspiran a vivir en libertad y a ejercer su libertad, tienen de los pastores allí reunidos es, más o menos, la de unos personajes que se recluyen en el engreimiento de su incapacidad; una incapacidad para hacer lo que se supone que tienen que hacer, que no es otra cosa que procurar el bien de todos y de cada uno de los que viven en su jurisdicción, que globalmente no es otra cosa que la comunidad mundial. Ya sé que me dirán ustedes que hay unos más incapaces que otros; afirmación esta que no puede ser más evidente. Pero también entenderán que, escribiendo estas líneas desde donde las escribo –nuestra querida España–, prefiera no hacer demasiados distingos porque me da la impresión de que puedo no salir muy bien parado.

Algunos, yo soy uno de ellos, pueden preguntarse acerca de la razón del para qué se han reunido los pastores. Yo, la verdad es que les tengo, a ciencia cierta, no lo sé; porque no creo que sea un motivo el simple hecho de gastar dinero, que mucho sudor nos cuesta, así como tampoco debe serlo la satisfacción de encontrarse para verse y charlar, como lo haría cualquier grupo de amigos, porque ni son amigos, ni entre ellos son muchos los que no encuentran una lengua común para poderse comunicar. Los más optimistas pensarán quizá que se reúnen para estudiar problemas y encontrar soluciones; yo no estoy en ese grupo, menos aún, cuando antes de verse ya hay quien se pronuncia sobre los problemas y anuncia las soluciones, así que, para qué reunirse. Eso mismo puede decirse desde la nación de origen de cada uno, ahorrando tiempo, dinero y riesgo, que quiérase o no está siempre presente en cualquier desplazamiento. Bien es verdad que de este modo se mueven y, con el movimiento dan la sensación de actividad y de que están haciendo algo que, a lo mejor, puede ser útil para esa comunidad mundial de su global jurisdicción.

Ya sé que ustedes estarán inquietos preguntándose cuál será el programa que llevará a la reunión el presidente del Gobierno español, ahora que por mor de las circunstancias, que no por su propios méritos, ostenta la presidencia de turno de la Unión Europea. Yo les puedo asegurar que no lo sé. Puede ser el viento, el agua, el cielo, el mar... vaya usted a saber. Las cosas para él, para su estima y respeto, no están como para ir haciendo malabarismos. Pero no seré yo quien le eche la primera piedra.

Prefiero por ello hablar de nuestro vecino, el presidente Sarkozy, pretendido adalid de los pastores europeos. En lugar de entonar, en un contrito acto de sinceridad, la súplica por la indulgencia de las ovejas, dada la reconocida incapacidad de sus pastores para afrontar los problemas de aquellas, ha decidido lo de siempre, cuando hay reunión de éstos: acabar con las ovejas, sofocar su libertad, acallar sus voces y, eso sí, con pronunciamientos grandilocuentes en lo que ocultar su ignorancia. Su solución es mayor regulación para frenar el capitalismo salvaje, origen de los males que aquejan a la humanidad. Olvida el señor presidente francés que ese capitalismo, y concretamente en su vertiente financiera, es el sector más regulado de toda la actividad económica, lo que pone de manifiesto que el problema está en que el regulador no sabe qué y cómo tiene que regular. Y que, una vez regulado –bien o mal–, el controlador de la regulación no sabe tampoco controlar lo que el sistema supone que tiene que controlar. Ahora bien, la solución ya está sobre el tapete: reducir la libertad.

Es verdad que Francia nunca ha tenido muy claro qué es eso de la libertad. Tuvieron una escuela económica –la Fisiocracia, iniciado y casi mediado el siglo XVIII–, que se consideraba liberal, y cómo sería que apenas duró cincuenta años y con escasa influencia fuera del territorio francés. Poco tiempo después, al grito de libertad se guillotinaron a un buen número de súbditos, porque de súbditos y no tanto de ciudadanos se trataba. Así que, en ese vecindario, parecen acostumbrados a no pensarse dos veces aniquilar la libertad, aunque para ello haya que aniquilar a sus legítimos titulares: las ovejas de la comunidad que, sintiéndose libres, no están dispuestas a aceptar que se les prive de tan excelso don.

Mientras tanto, todos a Davos, como si de una excusión del cole se tratara y el resultado del encuentro, salvo imprevistos, parece muy inclinado a culpabilizar a todos menos a los arrogantes pastores de los males que sufre la humanidad, también del déficit público, pues se produce por nuestra incapacidad para hacer lo que el pastor cree que debemos hacer.

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