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EDITORIAL

Afganistán, suma y sigue

Los soldados quedan expuestos a una muerte seguras por la ineptitud y los complejos de un Gobierno que, a estas alturas en Afganistán, se cuece ya en su propio veneno.

El de Afganistán es el conflicto con mayor coste humano para nuestras Fuerzas Armadas desde la Guerra del Ifni allá por 1958. Con la muerte en combate de John Felipe Romero, 92 militares españoles se han dejado ya la vida en una macro operación militar avalada por las Naciones Unidas que, aunque nuestro Gobierno trate de travestirla de misión de paz, es una guerra en toda regla.

Ni Irak, ni el largo conflicto bélico de los Balcanes han sido tan mortíferos como la campaña aliada en Afganistán, que está ya en su noveno año sin haber conseguido pacificar un país sacudido por la violencia islámica. Es decir, un escenario muy semejante al iraquí del que Zapatero sacó al ejército sólo tres meses después de llegar al poder. Las diferencias entre uno y otro son puramente geográficas, pero el Gobierno, lleva casi seis años tratando de diferenciar entre la una misión buena, la de Afganistán, y otra mala, la de Irak, con la que hace sangre siempre que tiene ocasión.

Eso en la parte que toca a la disimetría con la que Zapatero nos vende los conflictos mundiales. En la otra, en la de la naturaleza intrínseca del conflicto que se libra en Afganistán, los socialistas no terminan de reconocer que estamos en una guerra ni con casi un centenar de muertos sobre la mesa. No admiten que en Afganistán hay una guerra porque pondría en entredicho su pacifismo oficial, su descabellada tesis de la Alianza de Civilizaciones y la demagogia antibélica sobre la que el PSOE cabalgó durante la segunda legislatura de Aznar.

Pero que Zapatero no quiera reconocer lo obvio no significa que un nutrido contingente militar español de un millar de efectivos esté destacado en aquel país, exponiéndose todos los días a ataques por parte de los milicianos talibán. Y es aquí donde radica el tercero de los pecados del Gobierno, no dotar a las tropas del equipo necesario para una guerra como la que se está desarrollando en Afganistán. El vehículo en el que ha muerto el soldado Romero era un BMR, un blindado medio que no es apropiado para el escenario afgano. Los nuevos RG-31, un vehículo especialmente dotado contra las minas anticarro, hubieran evitado la muerte de Romero, pero no hay suficientes unidades en Afganistán y se sigue patrullando en los BMR, que ya se han cobrado varias vidas españolas. 

En la dotación de las tropas el Gobierno ha llegado tarde, en lo referente a la defensa de las mismas, el contingente español está sometido a estúpidas e improcedentes restricciones como no abrir fuego si no han sido atacados antes. Exactamente lo contrario de lo que debe hacerse en una guerra, donde disparar el primero supone siempre una ventaja táctica. Los soldados quedan, pues, expuestos a una muerte seguras por la ineptitud y los complejos de un Gobierno que, a estas alturas en Afganistán, se cuece ya en su propio veneno.

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