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EDITORIAL

Zapatero miente incluso cuando acierta

Todavía está por ver si el ambiguo párrafo se traduce en preceptos legales que favorezcan la recuperación económica y del empleo, pero desde luego no cabe ninguna duda de que no contemplaremos a Zapatero diciendo la verdad sobre los mismos.

Durante la última semana la economía española ha estado sometida a todo tipo de críticas por parte de los más variados economistas nacionales e internacionales. España se está convirtiendo en una rémora para la estabilidad y la recuperación de la zona del euro, para muchos potencialmente más seria que la que supone Grecia.

El estancamiento y la falta de ajustes de nuestra estructura productiva tras el estallido de la burbuja inmobiliaria se debe esencialmente al brutal incremento del gasto público que ha implementado el Gobierno de Zapatero y a la excesiva rigidez de nuestros mercados de factores productivos, incluyendo el laboral. Además, sobre nuestra economía ha pesado históricamente la carga de una demografía cada vez más envejecida que amenazaba con acabar con el sistema de pensiones públicas.

Zapatero, escudado tras la típica retórica populista que rehuye la realidad, se había negado durante años a acometer cualquiera de estas tres imprescindibles reformas para nuestra economía. Pero al parecer, la presión de los mercados financieros y probablemente de las autoridades monetarias le hicieron rectificar durante los últimos días en algunos de estos puntos. Así, el viernes pasado se anunció tras el Consejo de Ministros una reducción del gasto público cifrada en 50.000 millones y una reforma del sistema de pensiones conducente a rebajar el gasto futuro.

Quedaba por ver si la reforma laboral que el Ejecutivo prometió presentar ayer iba a quedarse en un simple apaño cosmético o si, por el contrario, atacaría alguno de los puntos básicos de nuestra rígida regulación laboral. En apariencia, al finalizar la reunión con los sindicatos y la patronal, todo apuntaba a que nos encontrábamos ante el enésimo apaño entre Gobierno y agentes sociales para evitar cualquier reforma y que todo siguieran tan mal como estaba. En las respectivas ruedas de prensa, todos aparentaron que no se había adoptado ningún acuerdo en firme y que cualquier cosa podía ser acordada a lo largo de los próximos días dentro de las muy vagas directrices generales aprobadas por el Ejecutivo.

Sin embargo, leyendo la letra pequeña de la propuesta del Gobierno, puede encontrarse un párrafo bastante confuso en el que se sugiere incrementar el número tasado de causas por las que puede despedirse de manera procedente a un trabajador e incluir algunas de razón económica. En la actualidad, el despido procedente por causas económicas sólo puede tener un carácter colectivo –esto es, un ERE– o, si es individual, ir ligado a la amortización del puesto de trabajo (esto es, a la suspensión del puesto que ocupaba el trabajador despedido). En otro caso –despidos individuales sin amortización del puesto de trabajo– el despido será considerado improcedente y llevará aparejada una indemnización de 45 días de salario por año trabajado.

Zapatero, por tanto, podría haber encontrado una fórmula para abaratar en la práctica el despido, no reduciendo la indemnización del improcedente, sino incrementando el número de causas que lo hacen procedente. Tal treta avalaría la hipótesis de que las presiones de Bruselas tienen mucho que ver con un cada vez más evidente cambio de actitud del Ejecutivo que, no obstante, él se niega a reconocer. Así por ejemplo, Zapatero ha declarado rotundamente durante la rueda de prensa que no piensa rebajar el coste del despido ni recortar los derechos de los trabajadores. Pero obviamente, si extiende las causas de despido procedente estará logrando efectos muy parecidos.

La medida en sí misma no es criticable y de hecho podría proporcionar parte de la flexibilidad que precisa nuestra maltrecha economía. Es necesario reajustar empleos y salarios y cualquier válvula de escape que no nos encorsete en la catástrofe debe ser bien recibida. Cuestión distinta es la presentación (o mejor dicho, la no presentación) de tal medida, con la clara voluntad de ocultar a la ciudadanía lo que realmente se está tramando por las altas instancias.

Si Zapatero cree que la medida es beneficiosa para los trabajadores, por mucho que desmienta toda su retórica anterior, debería ser capaz de defenderla con valentía sin demasiadas dificultades, pues existe un consenso general en que ésta es la dirección que debe emprender nuestra economía. Pero si, en cambio, Zapatero sólo está aprobando esta reforma porque le ha venido impuesta desde Bruselas y cree que va a empeorar el futuro de los españoles, tendría que negarse a aplicarla o dimitir de manera inmediata. Lo que no es de recibo es que engañe masivamente a los españoles prometiendo una cosa y haciendo la contraria o que imponga regulaciones que considera nocivas.

Es más, la recuperación de la confianza de los mercados financieros no nacerá de comportamientos tan demagogos como éste cómo, pues la impresión que se ofrece es que ni el Gobierno, ni los sindicatos ni la sociedad van a ser capaces de digerir una reforma laboral tan ocultada como necesaria y que, por tanto, su viabilidad pende de un hilo. No sólo es imprescindible adoptar las medidas correctas, sino hacerlo con convicción; algo de lo que Zapatero, enquistado en su dogma socialista, carece. Todavía está por ver si el ambiguo párrafo se traduce en preceptos legales que favorezcan la recuperación económica y del empleo, pero desde luego no cabe ninguna duda de que no contemplaremos a Zapatero diciendo la verdad sobre los mismos.

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