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Bernd Dietz

El presidente y la corista

La parrilla catódica manda, al ser la que acunará o excitará a la audiencia según aconsejen los sacerdotes de la demoscopia. Así que, albricias, flaca clemencia asoma.

¿A qué cabe atribuir el portento de que famosos como Rodríguez Zapatero o Belén Esteban gocen de la otrora inimaginable visibilidad, tremebundo impacto y bien remunerada notabilidad que les orna? A sus personajes desde luego que no, cuya mímica los delata por entero conscientes (el lenguaje corporal es el reflejo del alma) de la anomalía cognitiva que implica su glamour. De ahí que prudentemente observen, uno y otra, la precaución de no ufanarse de lo que no son; y que con módica transigencia interpreten su habérsenos impuesto, y consiguiente licencia para devaluar el hábitat de todos, como sagrado antojo de la soberanía popular. También el que con profano desempacho digieran su protagonismo y lo descifren como el exponente, a modo de justicia poética hacia ellos y sus gruesas hinchadas, de que, en esta ya no tan aniñada y disculpable democracia, cualquiera podría haberse encaramado hasta su candelabro con todas las de la ley.

Luego, si no cabe achacarles la culpa principal de que florezcan, vapuleando al alimón la sensibilidad de los que preferirían muchísimo mayores dosis de gracia y capacitación objetivas en quienes, en hipótesis, fuesen llamados a ejercer las funciones, ya de musa de la nueva sentimentalidad, ya de superferolítico líder de la alianza de civilizaciones, de la Champions League de la economía, del papeles y bicocas para todos (vaporizador cual Nerón-Houdini de aquella riqueza pública que carecía de dueño, según una joya ostentórea) y, por acotar el pitorreo, de esa abracadabrante parida de la conjunción planetaria, ¿adónde habría de mirar persona que, desde la sensatez humilde, pretendiendo con ahínco regenerador la salud del país, buscase un asidero? ¿Por qué se le propina este escarmiento? ¿Por qué han de acocearle, reinas de la pantalla, tales taras? ¿Por qué esta maldición digna de un Sísifo, juanrramonianamente en minoría, forzado a prever cuán ominoso resultará el mañana, con dichos referentes de la patria?

Lo más socorrido, claro, es reparar en el cuerpo electoral, la romántica plasticidad de la volonté générale, así como la endógena traducción de ésta a la Realpolitik del plato de lentejas, la misma que, taimadamente, nos ofrece los recambios de Mariano Rajoy y de Pilar Rubio, sin cambiar de cadena ni (con fatiga evitable) de costumbres. La parrilla catódica manda, al ser la que acunará o excitará a la audiencia según aconsejen los sacerdotes de la demoscopia. Así que, albricias, flaca clemencia asoma. Mas, ¿y si el cainismo goyesco fuese en parte leyenda? ¿Y si en lo que nos envilece tuviesen alguna mano guionistas discretos, poco estólidos, cuyo método consistiese en atortolarnos cada jornada un grado más con tales luminarias o sus suplidores, para medrar gracias a nuestra querencia al parrandeo a tontas y a locas, a esa empanada de rencor, autodesprecio e incivilidad jovial que determina, por pertinacia en el desquite, nuestras peores elecciones? ¿Y si no difiriéramos demasiado del homogeneizante can de Pávlov? Aquí es donde afianza el estrago nuestro sistema educativo reconvertido en placebo (para inyectarnos autoestima sin discriminación, y darle instructiva leña al esforzado), lo que Marx despectivamente tachó de ideología, eso que no es casual, la macabra ingeniería política y su soez resultante. Es decir, aquello en lo que, telediario a telediario, nos hemos transmutado sin mohines. Bien orgánicamente. Incluso relamiéndonos. Los pedagogos de la función pública han marcado el redil. Somos casquería de televisión.

Majos y pajineros sí que son, estos dos caracteres del reality show celtibérico. Incluso podría aventurarse que están mejor hilvanados que esos mentados aspirantes, al despertar en cualquier mente ofuscada la simpatía por el subalterno, el que ostenta menos virtudes intrínsecas en las que apoyarse, el sañudo Robespierre del pueblo resentido. Que para desgracia colectiva desfila a su vez, entre vivas y mueras, camino de la nada.

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