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José T. Raga

Tampoco se lo creen

¿Que se lo dijo a Grecia? Esa es la visión optimista. La realidad es que lo dijo y, como suelen decir los anglosajones, a quien pueda interesar. A decir de nuestro refranero, a buen entendedor con pocas palabras bastan.

Al presidente del Gobierno le están creciendo los antipatriotas a pasos acelerados. Ya se acuerdan ustedes de cuando, a quienes poníamos en tela de juicio o criticábamos abiertamente las manifestaciones sinsorgas del señor Rodríguez Zapatero, negando la evidente crisis económica primero y recesión después, o sus apariciones más recientes afirmando, con la contundencia a la que nos tiene acostumbrados, que lo peor ha pasado y que ya hay signos de recuperación, se nos pretendía sepultar con el calificativo de antipatriotas; calificativo éste cacareado por los diversos medios pesebristas –aquellos que cuando se acercan al pesebre olvidan cualquier atisbo de dignidad, si es que alguna vez pudieron tenerlo– coreando música y letra impuesta y bajo la dirección del Gobierno pagano, no tanto por creencias como por su disponibilidad al pago pesebril.

El calificativo no consiguió hacer mella en los que así nos pronunciábamos, que seguimos día tras día advirtiendo de lo que se avecinaba, no sólo en el estricto marco económico, sino, lo que es peor, en el ámbito social como derivado de aquel: paro, desconfianza, frustración, marginación y un largo etcétera que encontraría su punto de arribada en un sector público incapaz de resolver los problemas crecientes de la nación, si bien con una irresistible tendencia al endeudamiento, consecuencia de su mala administración.

Es más, muy a pesar del señor presidente y a sus juicios sobre nuestras conductas, todos nuestros desvelos y el papel de malos de la película con que nos obsequiaba los asumíamos con resignación y paciencia, precisamente, por patriotas; porque nos importa España y los españoles, porque nos sentimos concernidos por sus problemas, y porque pensamos que hay, y que había, otra forma de hacer política más cercana a los intereses reales de una comunidad nacional que aspira a vivir en libertad, en un mundo ordenado y justo –del que hablaba Adam Smith– y en el que el esfuerzo de todos y de cada uno, no entorpecido por el Gobierno o si se prefiere por el Estado, proporcionará los mejores resultados posibles para familias y para individuos.

Se trata simplemente de la política de las realidades, del rigor en su análisis, y de la aplicación de las medidas más convenientes para alcanzar el fin pretendido. Esta política se corroboró como indeseable cuando el señor presidente, revestido de ese hálito presidencial, comunicó que determinados acercamientos, cierto intercambio de opiniones, ciertas fórmulas, le serían de imposible consideración por razones de simple ideología. Y así ocurrió: triunfó la ideología y España quedó sumida en el caos y en la desesperanza. Ni siquiera falsear algunas estadísticas, expresivas de magnitudes altamente sensibles para la sociedad, como es el caso de las de paro registrado, sirvieron para convencer al pueblo español, el cual, aunque dispuesto al sufrimiento, no ha dudado en referirse a estos datos como oficiales, añadiendo a continuación los que se suponen acordes, o al menos próximos, a la realidad.

El presidente, como si no fuera con él, ha continuado en las suyas –al fin y al cabo, nadie de los suyos se atreve a contradecirle– y sigue al día de hoy tratando de vender a la nación el cuadro de un paisaje inexistente. Si le piden explicaciones o simplemente valoración razonada de lo que propone o de lo que dicta, jamás encontrarán una respuesta sobre lo que se le cuestiona. No llega a decir lo que su colega presidencial, el bolivariano Chávez –aquello de que no tiene que dar explicaciones a nadie– pero el resultado es, sustancialmente, el mismo.

Todo esto los españoles lo teníamos muy claro y, qué le vamos a hacer, esta vez nos ha tocado soportar este tipo de política en la que se pretende que el pueblo asuma su inferioridad y su escasez de entendederas, por lo que está impedido para acceder a los secretos de la actividad de gobierno. Lo malo es que en esa pendiente por la que discurre el presidente, en un movimiento uniformemente acelerado hacia abismo, ha aplicado la misma técnica para las preguntas que vienen de la Unión Europea. Y, ¡oh sorpresa!, se ha encontrado con que los europeos tampoco son patriotas; tampoco creen los relatos que les cuenta el señor Rodríguez Zapatero –el Hans Christian Andersen español, si contara con otro intelecto y otra cultura.

Desde hace no menos de un año, bien para la aceptación de las medidas para el rescate bancario, bien para conocer cómo va a contener el déficit, o para cualquier otro fin, Europa, aquella en cuyo corazón iba a estar España, está pidiendo a nuestro Gobierno concreción de las medidas en unos casos y en otros. La respuesta que recibe Europa es la que, en aquel pueblecito alemán, sería propia del Flautista de Hamelín, tratando de conducir la inquietud europea hacia otro lugar, a ver si en el trayecto se olvida de la cuestión principal. Pero Europa y, más aún, Europa central, es tenaz e inasequible al desaliento, y sigue preguntando aquello para lo que no recibe una respuesta directa, concreta y satisfactoria.

En ausencia de esas respuestas, las cosas cada día están peor o, al menos, cada día suben de tono. Es verdad que ya nos habíamos hecho el ánimo de que lo de la presidencia española de la Unión se había desvanecido casi desde sus comienzos el uno de enero de 2010, por ello hemos visto a la canciller alemana y al presidente francés reunirse sin recato alguno a decidir lo que hay que hacer en Europa, sin ni siquiera invitar a café el presidente español. Pero el tono ha subido estos días, cuando la señora Merkel, reforzando la manifestación de su ministro de Economía, ha considerado conveniente reformar el Tratado de Maastricht para expulsar del euro –Unión Monetaria– a quienes no cumplan con los criterios de déficit excesivo de manera reiterada. ¿Que se lo dijo a Grecia? Esa es la visión optimista. La realidad es que lo dijo y, como suelen decir los anglosajones cuando no se dirigen a nadie en particular, a quien pueda interesar.

A decir de nuestro refranero, a buen entendedor con pocas palabras bastan.

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