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José María Marco

Semana Santa en Madrid

Un muchacho le decía a su compañero: "Y decían que en Madrid no quedaba nadie...". Así es. Los que quedamos no somos nadie. Mucho mejor.

Una de las cosas agradables de esta vida es pasar las vacaciones de Semana Santa en casa. Se evitan los agobios de las carreteras y los veraneantes a destiempo. En Madrid suele hacer un tiempo primaveral, fresco, luminoso, con rachas de viento y nubes cargadas que pasan rápidas, cambian la luz a cada instante y alguna vez dejan un chaparrón. A veces se ponen pesadas y estropean las procesiones. Por ahora, afortunadamente, no ha sido así.

El aire se ha llevado también a mucha gente que se toma sus merecidísimas vacaciones lejos de casa. El teléfono suena poco, no hay mensajes urgentes en el correo, los que siempre andan atareados se esfuerzan ahora por seguir distraídos o recargar las pilas, como se dice... Es una pena que tarden tan poco en volver a cargarlas.

Y no es que quede poca gente en Madrid. El Jueves Santo por la tarde, la Puerta del Sol (tan ajetreada y vivaz como siempre, a falta de que quiten el siniestro armatoste de la estación de metro y lo expongan en el Reina Sofía, con el Guernica), la Puerta del Sol, digo, estaba casi llena, pero con un gentío en movimiento, que iba de un lado para otro sin parar. Así está mejor que cuando se llena de una multitud a la espera de que la autoridad la distraiga con alguna ocurrencia. Un muchacho le decía a su compañero: "Y decían que en Madrid no quedaba nadie...". Así es. Los que quedamos no somos nadie. Mucho mejor.

Políticos, pocos, excepto los del PSOE. El jueves, en EsRadio, salieron en tromba María Teresa Fernández de la Vega, López Garrido, un tal Pastor vomitando insultos contra Mayor Oreja, y una militante mallorquina que se alegraba por el caso Matas. Los socialistas siempre en la brecha, y todos, contra el PP. Los del PP debían de andar recargando sus agotadas pilas, excepto Ignacio Cosidó, muy serio, cortés y esforzado, como siempre.

Claro que hay cosas más importantes. Las torrijas que ha preparado algún familiar (mujeres, siempre), vestirse bien (para no parecer un turista en su pueblo, entre otras cosas), y salir temprano, el Jueves Santo por la tarde, a asistir al oficio religioso en las Descalzas, otra tradición de familia. Allí está el viejo pueblo de Madrid, tan devoto, tan respetuoso con sus tradiciones, junto con los nuevos madrileños, hispanoamericanos, que han hecho suya esta devoción antigua. Después, nos encaminamos, cada uno por nuestra cuenta, a visitar los Monumentos. Ya está expuesto el Santísimo en la Encarnación, de las iglesias más apartadas y más silenciosas, y acaban de trasladarlo en la muy humilde de San Nicolás de los Servitas. En las Carboneras, aristocrática y popular en su austeridad barroca, tan madrileña, continúa la Misa.

Con un poco de suerte, y aunque sea un poco molesto para los fieles, se llega a alguno de los traslados del Santísimo Sacramento hasta el Monumento donde queda expuesto hasta el sábado. En Santiago el oficio va acompañado de canciones modernas, con guitarras, como de los años setenta, y luego celebran la breve procesión con un himno sagrado, muy solemnemente entonado en latín por graves voces masculinas. Antes nos han recordado que no debemos caer en la vanidad mundana de comparar unos Monumentos con otros, para ver cuál es el más esplendoroso. Pero los tiempos han cambiado y ahora las flores y los tapices resultan sencillos, casi pobres, aunque tan impresionantes como cuando éramos niños y los visitábamos con nuestros padres.

En San Nicolás de los Servitas los madrileños siempre han encontrado la protección de la Virgen de la Soledad y del Santo titular. Cerca de la puerta, no muy lejos del Cristo de la Consolación, está la Dolorosa toda vestida de negro, lista para salir al encuentro de la gente. Fuera ya han empezado las procesiones, la de Jesús el Pobre, que pasa justo al lado, y la de la Esperanza Macarena, de inspiración sevillana. Al paso de la procesión, la gente se arremolina y luego sigue paseando, mira los escaparates o entra tomar algo en los bares –muchos de ellos de gusto cosmopolita– que han abierto en el centro. Muchas tiendas y todos los grandes almacenes están abiertos. Se mezclan los devotos, los ociosos y los turistas. La distracción y el entretenimiento conviven amablemente con la efusión de la religiosidad popular, que celebra la santificación de las calles de Madrid. No parece haber muchas autoridades, y las Personas Reales, que tal vez deberían compartir estos momentos con su pueblo, no aparecen. Quisimos investigar a ver dónde está la mansión de Bonito, el hijo del magnate manchego, pero había demasiada gente a la puerta de San Miguel.

En otro barrio de Madrid, el de Salamanca, sale de procesión el Divino Cautivo, un Cristo de Benlliure. Se lo encargaron al escultor unos antiguos reclusos en la checa de Porlier, hoy colegio de los Escolapios, donde se conserva y se venera. La procesión pasa por la calle Conde de Peñalver, antes Torrijos, y por Goya, delante del Corte Inglés. Es tan impresionante como las que cruzan el antiguo Madrid. Se confirma una vez más que la estética tiene sus emociones y la devoción y el catolicismo, las suyas.           

En otras ciudades españolas, cada una con sus tradiciones y sus novedades, la Semana Santa será igual de conmovedora. Así que como se ve, pasar la Semana Santa en la ciudad de cada uno resulta muy agradable.

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