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Eva Miquel Subías

Gallina de piel

Justo es lo que me pasa a mí al ver cómo una y otra vez nos pasamos por nuestros supuestamente democráticos forros, normas y leyes, que son las que constituyen las reglas del juego en un Estado de Derecho.

Ahora que ya ha pasado, con éxito para los azulgranas, el célebre encuentro entre el Real Madrid y el Barcelona, viene a mi memoria una de las muchas expresiones simpáticas de Johan Cruyff que, tras ni se sabe la de años que lleva viviendo entre nosotros, sigue teniendo los problemas habituales de confundir el género del artículo que precede al nombre. En esta ocasión, no fue el sexo de la especie animal lo que confundió, sino el orden y el sentido de la locución completa, así, al querer expresarse con castizo enunciado "el Camp Nou me pone la piel de gallina", el entrenador apuntó que éste le ponía "la gallina de piel".

Pues bien, algo así me está pasando desde hace un cierto tiempo con éste, nuestro querido país, de nombre España. Días atrás, charlando con unos conocidos y mi recién estrenado marido en tierras sudafricanas, comentábamos la dificilísima situación socio-política y la debilidad de sus instituciones que, desde el inicio del fin del Apartheid sigue atravesando una población en la que en torno al 80% es de raza negra, un 10% de raza blanca y el restante 10% es mestiza. Venía, además, al hilo del asesinato de Eugenè Terre’Blanche, el líder del Movimiento de Resistencia Afrikáner, que ha vuelto a poner a la vista de todos las tensiones y odios todavía existentes entre la población negra, que tiene el poder político y la población blanca, que ostenta el económico.

Sólo a modo de anécdota les contaré que al entrar en un restaurante de un pequeño pueblo en la ruta de Blyde Canyon, que une Johannesburg y el Kruger National Park, acompañados de un chaval negro –íbamos sólo tres personas– las miradas de los comensales y los propietarios, de tez blanca como la Kidman, ojos claros y cabello rubio, se te clavaban como puñales. Y cómo Thulane bajaba la voz cada vez que nos contestaba a cualquiera de nuestras preguntas que tuviera algo que ver con su cotidiana vida era de lo más revelador.

De regreso a España, me topo con unas afirmaciones de nuestro presidente de Gobierno en las que se muestra convencido de que la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña "va a tener unos efectos limitados", mientras que los políticos catalanes, dedicados ahora a fijar la postura más conveniente de cara a los próximos comicios, van cada uno a lo suyo y lanzando advertencias que adquieren una clara tonalidad de amenaza. Al mismo tiempo, encontramos una definición de Montilla sobre sí mismo: "Soy catalán y catalanista, europeo y europeísta, español, pero no españolista". Si me disculpan, estoy todavía precalentando y me da una pereza horrible comentar tan publicitario eslogan.

Pero por si el ambiente no estaba lo suficientemente dicharachero, Francisco Álvarez-Cascos y Alfredo Pérez-Rubalcaba nos animan la semana política en la que un grupo de representantes del ámbito cultural han decidido convocar un encierro de carácter indefinido para solidarizarse con el juez Baltasar Garzón, que –conviene recordar– ha sido procesado por el Tribunal Supremo por un presunto delito de prevaricación al pretender juzgar los crímenes durante la época franquista y que, en palabras del director de cine Pedro Almodóvar le produce " perplejidad y miedo".

Justo es lo que me pasa a mí al ver cómo una y otra vez nos pasamos por nuestros supuestamente democráticos forros, normas y leyes, que son las que constituyen las reglas del juego en un Estado de Derecho y la convivencia democrática dentro del marco que establece nuestra Constitución.

Y me está ocurriendo con preocupante frecuencia, sea a la hora de acatar o no unas leyes aquí u otras allá, sea a la hora de hacer consultas populares al antojo de cada uno, sea a la hora de establecer diferentes criterios de empadronamiento a inmigrantes sin papeles, sea a la hora de manipular sectaria y maliciosamente sentencias judiciales.

Así que mientras intento seguir relajada, no sólo se me ponen los pelos como escarpias al pensar en una sociedad cada vez más populista y demagógica y cómo de ella pueden surgir los líderes de pasado mañana, dentro de unas instituciones cada día más descafeinadas, sino que, como al cabecilla del Dream Team, la gallina enterita se me pone de piel.

En España

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