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GEES

Inyección letal

En esta larga cadena de violaciones, la última es la del tratado de funcionamiento de la UE. Prohíbe un plan de rescate que ya poca gente piensa que pueda ser aplicable o servir de algo.

¿Así que esto es a lo que se parece un rescate?

La debacle de las bolsas y, lo que es más grave, el aumento de los intereses reclamados para colocar deuda española, podían haberse evitado con una reestructuración de la deuda griega, y con la voluntaria asunción de reformas de reducción del gasto público e incentivación de la economía de mercado. Se ha preferido intentar engañar a los inversores, acusar a los que prestan el dinero con el que funcionamos de todo tipo de barbaridades, y se ha considerado más oportuno un plan de ayuda. Este es el resultado: el euro en mínimos, las necesidades de financiación más elevadas que nunca, y manifestaciones con hoces y martillos en la Atenas antaño de Pericles y Aristóteles, acompañadas de tres empleados de banca asesinados.

Esto procede, más que de la economía, de la destrucción de la previsibilidad que da la seguridad jurídica, fundamento hoy volatilizado de Occidente.

El Tratado de Maastricht creaba la posibilidad de una moneda única en la que entrarían los países virtuosos. Se imponían criterios económicos frente a la tesis francesa que deseaba un euro político. Estos parámetros, una vez fundado el euro, siguieron integrados, para próximos integrantes de la moneda, y bajo la forma del llamado Pacto de estabilidad y crecimiento. Se limitaron a exigencias presupuestarias.

La escasez de incentivos, por el limitado progreso de la liberalización, de las economías europeas las hacía crecer poco; el estancamiento de sus caros estados de bienestar, creaba dificultades. Para evitar incumplimientos se relajó la interpretación del pacto, pero no por la vía jurídicamente admisible de cambiar los tratados.

Llegó entonces el proceso constitucional salido de la declaración de Laeken. Redactada la Constitución y sometida a votación popular cosechó rechazos en Francia y Holanda, dos de los fundadores. Cualquiera en su sano juicio hubiera renunciado.

No fue así, y tras dejar enfriarse los ánimos, se produjo el tratado de Lisboa, versión adelgazada y meramente procedimental del texto constitucional. A pesar de las limitaciones se votó no en el referéndum irlandés. Se volvió a convocar otro al año siguiente, demostrando el afán democrático de los actuales dirigentes. Entonces, en pleno inicio de la crisis económica, y haciendo efecto las presiones, se logró el sí. Sólo quedaba apremiar a Chequia calificada de derechista y recalcitrante para hacer entrar en vigor el tratado. Lo hizo en enero de 2010, y la presidencia española iba a garantizar su puesta en funcionamiento, nueve años después de la declaración de Laeken.
 
La crisis de 2008 se resolvió impidiendo que los bancos quebraran porque ofrecían un riesgo llamado "sistémico" por la ausencia de diccionarios en las mesas de periodistas y economistas. Lo asumieron los Estados que, además inyectaron dinero público en la economía a través del BCE y de planes de estímulo –gasto– que incrementaron la deuda pública. Los riesgos privados, contenibles, se transformaron en riesgos públicos, incontenibles.

En esta larga cadena de violaciones, la última es la del tratado de funcionamiento de la UE. Prohíbe un plan de rescate que ya poca gente piensa que pueda ser aplicable o servir de algo.

Lo que sucede no es azaroso; es el resultado del incumplimiento sistemático del derecho, del repudio de la voluntad popular, y del uso abrumador de la demagogia.

Talleyrand decía que las leyes pueden violarse, porque no chillan. Se equivocaba. El grito sordo de tanta vulneración perversa de las normas que constituyeron Occidente reclama una justicia que será cualquier cosa menos misericordiosa.

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