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David Jiménez Torres

Incertidumbres británicas

Rajoy debería tomar nota. La noche del jueves, los únicos que parecían estar con ganas de enfriar el champán eran los laboristas.

Casi era medianoche, y el nutrido grupo de estudiantes que se había congregado en la sala común del college para presenciar el desarrollo de las elecciones (BBC mediante) escuchaba, por fin, el resultado del primer escaño en disputa. "Labour". El techo de madera añeja se estremeció con los vítores y aplausos. No es que la mayoría de los presentes fuesen pro-laboristas (varias encuestas a pie de pint elaboradas las noches anteriores refutaban aquella posibilidad), pero es un axioma del universo político que la gente de izquierdas expone su entusiasmo y satisfacción ante la victoria de los propios de forma mucho más enérgica que la de derechas. Algunos días antes, alguien había comentado durante la cena que en caso de que ganasen los conservadores pensaba exiliarse del país. El resto de la mesa estaba compuesto íntegramente por votantes de derechas; ninguno abrió la boca.

El grupo empezó a dispersarse alrededor de la una de la madrugada; se marchaban hasta los más curiosos, hasta los más fanáticos, hasta los que más deseaban beneficiarse de los "precios de Westminster" de la barra. Viendo a la gente marchar en parejas o grupos, algunos extranjeros comentamos que sólo los británicos serían capaces de irse a dormir la noche de unas generales sin saber quién había resultado vencedor. Tranquilidad que ha definido tradicionalmente a los ingleses y que, sin embargo, empezó a resquebrajarse al día siguiente, cuando una mañana fría y gris alumbró la tenebrosa silueta de un hung parliament, esto es, un parlamento "colgado" en el que ningún partido tenía la mayoría absoluta.

Y es que los británicos están acostumbrados a transiciones rápidas entre gobiernos, a elecciones claras y comprensibles que arrojen resultados inequívocos. Y estas elecciones los han decepcionado. No han consolidado de buenas a primeras ninguna de las narrativas que llevaban gestándose entre el electorado y las legiones de periodistas y comentaristas: el ocaso definitivo de Gordon Brown y del nuevo laborismo, la consolidación de los liberal-demócratas como partido importante, el regreso de los conservadores al poder y su superación del estigma que dejaron los años Thatcher-Major... ninguna de estas narrativas se consolidó en una noche maratoniana; pero tampoco se consolidaron sus anversos (la milagrosa resurrección de Brown, el fin del sueño de los de Nick Clegg, el fracaso del conservadurismo simpático de David Cameron). Todo son, ahora, incertidumbres, contradicciones, escenarios, impresiones a vuela pluma.

Queda, por ejemplo, la gran decepción de Nick Clegg y de los liberal-demócratas, que albergaban grandes esperanzas tras el notable papel que había hecho su líder en los debates televisados de hace unas semanas. Pero su partido perdió escaños con respecto a los últimos comicios y sólo aumentó un punto porcentual en voto popular; los desencantados del laborismo o votaron a David Cameron o se quedaron en casa. Y sin embargo, puede que la Revolución Clegg acabe en algo más que el desembarco de Torrijos: los dos grandes partidos le necesitan para gobernar, y los liberal-demócratas pueden supeditar su apoyo a una reforma del sistema electoral británico que tanto les perjudica. Es indudable que la visibilidad de los Lib-Dem en la campaña ha ayudado a concienciar a un sector importante de la ciudadanía acerca de la necesidad de cambiar el sistema electoral. Pero incluso si no logran una reforma de estas características, es posible que la presencia de varios liberal-demócratas en un Gobierno de coalición ayudara a consolidarlos como un partido serio y creíble (tal y como ayudó a los laboristas el papel de Clement Attlee en el Gobierno de coalición de Churchill durante la Segunda Guerra Mundial).

Factor contiguo a la decepción de los liberal-demócratas es el sorprendente resultado de los laboristas, consecuencia directa de los defectos de los otros partidos, pero también de la potencia del estigma "¡que viene la derecha!", principal argumento de los de Gordon Brown (tanto en las alturas como en las bases) durante las elecciones. Una semana antes de éstas, me llegaba una invitación a un evento a través del Facebook: el 6 de mayo era "Día Nacional de No Votar a los Conservadores". Debajo, una explicación: "mantengamos fuera a los cabrones, ¿vale?". Otros grupos, recientes o antiguos, vociferaban la intención de sus miembros de no votar jamás por los de David Cameron. Odio antropológico el de muchos británicos hacia los tories, capaz de sobrevivir a trece años de desgaste del laborismo, a la Guerra de Irak, a varios escándalos, a guerras intestinas y revueltas internas, a sucesivos cambios de líder en el principal partido de la oposición, a una grave recesión, y a las continuas pifias y a los evidentes defectos de ese robot trágico que es Gordon Brown. Cierto que los conservadores han logrado un gran vuelco político, cierto que esto bien puede ser el comienzo del fin del nuevo laborismo, y el principio del repunte de los conservadores; pero es verdaderamente increíble que, teniéndolo todo a favor, los de Cameron no lograran una mayoría absoluta. Que los laboristas hayan evitado el desplome. Que sea domingo y Brown no sólo siga vivo, sino que tenga posibilidades de seguir gobernando, caso de que Clegg y Cameron no lleguen a un acuerdo.

Rajoy debería tomar nota. La noche del jueves, los únicos que parecían estar con ganas de enfriar el champán eran los laboristas.

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