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Bernd Dietz

El suicidio

Aznar es de corta estatura, cetrino, faltón. Un español estridente. Pero algún nervio tuvo que pisar, a alguien con visión tuvo que irritar, alguna tecla hubo de pulsar dando en el clavo, removiendo el estanque, para que nos cayese la que nos está cayendo

Decía González de Aznar que era el muñeco diabólico, el monstruín de una cinta de terror. El mote no estaba mal escogido, desde la perspectiva felipista, tan de sigo siendo el rey. Pues Aznar era bajito y moreno, avanzaba como un cortacésped y parecía perfectamente capaz de hacerle un siete, como así fue. Aznar siguió corroborando su bravura al poner los pies sobre la mesa del mentecato de Bush fumándose un puro, salir con el mechón al viento en aquella foto con épica de las Azores e inopinadamente colocar a España en la primera división del momento, lo cual no significa, desde luego, que la guerra de Irak fuese una causa noble, ni mucho menos (o a ver quién hizo caer las Torres Gemelas, según cogitaciones plausibles un tongo gubernamental), ni que se suela adelantar peldaños en el ránking de las naciones practicando la virtud (enternecedor que Rodríguez Zapatero, tras aplaudir la última reelección del fotogénico Durao Barroso, mande ahora guardias civiles a Bagdad, seguro que con el nihil obstat de Karmele Marchante y demás nuncios del amor).

Pero Aznar ascendió a España de categoría, guste o jorobe, con el espadín de juguete de un país que hacía siglos que se había perdido el respeto a sí mismo. Tirando sin duda de farol, reflejos de pícaro y fonética tejana, mas obteniendo repercusiones tangibles que ampliaron nuestro horizonte de expectativa. Abriendo una ventana al liberalismo y sugiriendo, o eso barruntamos, que trabajar meritocráticamente podría traer cuenta. Tornándonos de repente presentables, y hasta internacionales. Alineándonos con Dinamarca, Canadá, Australia y la pérfida Albión, lo que no está nada mal, y pasaremos décadas de ostracismo sin volver a catar. Puesto que lo que ahora toca es el retour à l’Afrique. Él, un tipo híspido, con salientes defectos, nos hizo arrumbar los complejos. Sentir, pese a las cojeces estéticas, cierto calorcillo interior. Más o menos como cuando Clemente cogió al heroico Athletic de Bilbao de Piru Gaínza, reducido a la inocuidad, y le hizo conquistar dos ligas, contra equipos más matadores y sin autolimitación voluntaria. Pero al mezquino le molesta que el outsider canijo, antes león, pueda ensayar un rugido. Aunque no fuera como más nos habría gustado, no.

Si triunfó el instructivo 11-M, el correctivo dirimente, no fue sólo por el resentimiento plebeyo, el que siempre jaleará a Vellido Dolfos, como han aumentado tanto, en los bares de mala muerte, los barcelonistas (que no festejan precisamente la pulcritud de Guardiola, un digno ganador). No hay que confundir el guiso con quien en la cocina mueve sartenes e ingredientes, mientras escupe en la bazofia que será engullida con avidez por el público. Pero si España es hoy así, y en la Mezquita-Catedral de Córdoba nos tratan de usurpadores los turistas (mece esa cuna un señorito andaluz), y asumimos por enésima vez que ¡Españoles a España! es un insulto progresista, no es por gamberrismo únicamente. Claro que podemos atribuir a una moral de lacayos rencorosos el que nos suene a música bailable el agravio en Canarias (donde habitan los guanches), en Galicia (do moran los celtas), en Euskadi cum Nafarroa (suelo basko, el beatísimo Arana dixit), en los països catalans (que penetran, como poco, en Aragón, Levante y Cerdeña; y en donde está chupao desespañolizar a un Pérez: le pones Peris, y a correr) y, last but not least, en Al-Andalus, que debería, según éstos, desenfundar la memoria histórica y prohibir la charcutería, disfrazar a las mujeres de nazarenos a tiempo completo y prestar sin interés. Por no hablar del resto de las nacioncetas de traca, un acné pustulento que avanza boyante. Que te partan en cachitos y te desequen las venas, negándote lengua y cultura, es lo más expeditivo para acabar contigo. Aunque en su día lográsemos sustentar una civilización, planetaria sin coña pajinera, como comprendes si vas al Museo del Prado, y admiras escenas de batallas y sexo que sulfurarán a Bibiana cuando las descubra. ¿Lo siguiente será hacer almoneda de la pinacoteca, para acabar de automutilarnos por haber sido una nación vigorosa, de identidad rotunda, sobradamente respetada en los cinco continentes, excepto en Sansueña? Quizás, según en qué bolsillos de progreso, y ecologismo putativo, recaigan las comisiones devengadas con el remate bowdleriano. Nos conocemos ya.

Si hemos desembocado en esto, insistimos empero, no es por Franco (un recuperador de cuadros en peligro) o la pintoresca mentalidad anarquista, harto más representativa, a ratos rocambolesca y abnegada, según ilustra el bruto entrañable de Buenaventura Durruti, un hombre de arrestos y convicciones, que la por aquel entonces parva secta estaliniana de Carrillo y de aquel tapado, el hedonista doctor Negrín (que, compitiendo con Prieto, exportaba pinturas y alhajas ajenas). Ni por la Iglesia Católica, que aquí es como la caló en verano, un clásico insustituible, guilleniano aire nuestro. No es un castigo del cielo por nuestro empecinamiento en que semos diferentes, fans de aquel escorpión que se ahogó con la rana. Detrás debe de haber una inteligencia real, seria capacidad militar, ingeniería logística, tasado interés económico. Instrumentos de intimidación. Dispositivos de chantaje y soborno. Muñidores con neuronas de fuera de Benidorm, desconocemos de dónde, sabedores de lo módico que sale jalar de marionetas locales. No decimos esto por descargarnos, pues las culpas nos pertenecen de la cruz a la raya. Puesto que nadie te obliga a tirar piedras sobre tu propio tejado, a ciscarte en el porvenir de tus hijos, a hacerle la cama a tu paisano, a hundirte a ti mismo, a la castración entusiasta.

Aznar es de corta estatura, cetrino, faltón. Un español estridente. Pero algún nervio tuvo que pisar, a alguien con visión tuvo que irritar, alguna tecla hubo de pulsar dando en el clavo, removiendo el estanque, para que nos cayese la que nos está cayendo. A él, que sobrevive de perlas y está hecho un pincel, un cachas total, por descontado que no. También eso da que pensar, las recompensas profesionales de altos vuelos al supuesto desairado por los hechos, tanto bronceado insultante, tanto yate imponente de amigos plutócratas. Por lo menos a los que no alternamos con la jet set, ni creemos en la casualidad o en que los bondadosos reyes nos protegen y quieren, arropándonos si nos destapamos de noche. A lo peor sólo hubo espejismo, jamás oportunidad de alzarse. Entretanto, las patadas impactan netas en el dadivoso trasero de los españoles. Quienes, lejos de soliviantarnos, parecemos más dispuestos que nunca a bajarnos los calzones y ponernos en pompa, para corresponderle a Rodríguez Zapatero y su elenco de vendehúmos por la demolición sistemática, la devastación socioeconómica pendiente. Gracias, cejudo pinchevallisoletano, por emplatarnos el escarmiento colectivo en ciernes. ¿Alguien se anima a explicarlo en términos psicopatológicos?

En España

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