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Agapito Maestre

Zapatero y su casta

Esa chusma conoce, desgraciadamente, la verdad, pero es descartada o disfrazada porque su aspecto les parece absolutamente aborrecible para sus pérfidos intereses de casta.

Zapatero dice que no da bandazos en su política. Mentira. Rajoy habla en broma en un programa basura de televisión. Mentira. Montilla se hace traducir al español en el Senado. Mentira e impostura criminal, o peor, se niega que el valor de pensar puede ser medida de todas las cosas. Creo que la tercera de estas mentiras es la más difícil de superar. Me explico.

Zapatero es insustituible. Cierto. No hay nadie que le mueva la silla. Nadie haga estúpidas especulaciones sobre sus posibles sustitutos o herederos. Hoy por hoy, no escapa nadie a su control. Miente, sí, pero vigila y castiga a sus correligionarios como a sus adversarios. Zapatero es la antitesis de la política. De la negociación y el acuerdo. Zapatero ha sembrado todas las instituciones de desconfianza. He ahí un problema grave de España. Hasta los Borbones comen en la mano de Zapatero. Este hombre es el dueño del PSOE, del Gobierno, de casi todos los medios de comunicación, de casi todos los bancos y cajas de ahorros y, sobre todo, controla a golpe de latigazos precisos a la plebe social. El otro gravísimo problema es la derecha española, porque se contenta con disfrutar del poder que ya ha conseguido, que es, dicho sea de paso, mucho para lo poco que hace por conquistar el poder del Gobierno. Y, en tercer lugar, el otro gran problema es la carencia de sentido común que tiene toda la casta política, reflejada en la alocución de Montilla en el Senado, que a falta de mejor cosa que hacer se dedica a maltratar a la plebe que le paga sus buenas soldadas.

Es evidente que el primer problema podría solucionarse con un poco de democracia; bastaría que el presidente del Gobierno fuera capaz de autolimitarse en el ejercicio del poder, o sea, presentara su dimisión, dejara paso a otro de su partido o, simplemente, convocara elecciones generales. El asunto de la indolencia de la derecha, esa forma acomplejada y sin nervio del PP a la hora de hacer política, quizá se resolverá algún día que surja un líder con empuje profesional y moral, e incluso cabe imaginar un Rajoy estadista que, lejos de imitar las visitas de Blanco a programas basura de la televisión, tome iniciativas en las instituciones gobernadas por el PP y en la calle.

Veo más difícil que pueda resolverse el denominador común de la casta política, a saber, su desastrosa falta de sentido de la realidad. Su sentido común, es decir, político, es inexistente. He ahí el mayor peligro que tendremos que sufrir los españolitos de a pie en los próximos años. Esa casta funciona al margen de la realidad, o peor, ha creado un mundo ficticio. Utópico. Esta fantasía les permite decir una cosa y la contraria con un único objetivo: desentenderse de los problemas reales que tienen los españoles. El ejemplo máximo de esta catástrofe es el fracaso del Título VIII de la Constitución, es decir, los españoles, gracias al pésimo funcionamiento del llamado Estado de las Autonomías, no somos ni libres ni iguales ante la ley, pero la casta política se niega sistemáticamente a reconocer tal obviedad. O peor aún, la casta política saca pecho en el Senado, mal llamada cámara de representación territorial, y acepta de buen grado la barrabasada de pagar unos traductores para que viertan a la lengua oficial, la que todos tienen el derecho y el deber de conocer, lo que dicen en las otras lenguas del Estado.

La miserabilidad de esa acción compite con la falta absoluta de realidad de esta chusma política. Matarían por un voto y negarían a sus padres por una dieta en una comisión. Son la negación de la política. Del acuerdo. Esa chusma conoce, desgraciadamente, la verdad, pero es descartada o disfrazada porque su aspecto les parece absolutamente aborrecible para sus pérfidos intereses de casta. Odian la verdad. Ese odio es la base común de toda la casta política. Al contrario de la gente normal, que a veces ama la verdad, o sea, la busca porque no la conoce, la casta política actúa con la “inocencia” del hombre salvaje: la verdad es de modo natural más odiada que amada.     

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