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Humberto Vadillo

Se nos murió la socialdemocracia.

Las trabas a la libertad individual, la montaña burocrática, las ineficiencias que acarrea la omnipresente regulación... han actuado como rémoras del sistema capitalista hasta que han conseguido frenar, casi agotar, su natural vigor.

Parad los relojes, desconectad el teléfono, dad un sabroso hueso al perro para evitar que ladre, silenciad los pianos y que al son sordo del tambor salga el ataúd y vengan los deudos.
Se nos ha muerto la socialdemocracia y como en el poema de Auden ella era, ha sido durante demasiado tiempo, nuestro Norte, Sur, Este y nuestro Oeste.

Por eso no debemos ser demasiado duros con los socialistas cuando nos cuentan eso de que la crisis es culpa de los mercados o de algún especulador tan ignoto como malvado. Están de luto e intentando explicarse lo inexplicable.

La socialdemocracia ha muerto de muerte natural, sencillamente ha topado con su límite máximo de incompetencia: desde el final de la Segunda Guerra Mundial ha sido, más que una ideología, el sistema político dominante en Europa. Gobernara quien gobernase dejaba intacto el mecanismo fundamental socialdemócrata: "tax and spend", recaudar para gastar. Recaudar cada día más para gastar cada día más. Este mecanismo, moralmente insostenible, se sostenía empero mientras hubiera un potente crecimiento económico que permitiera que quienes pagaban impuestos vieran pese a ello incrementada su riqueza año a año mientras que al otro extremo de la escala social se creaba una clase enteramente dependiente del llamado "estado del bienestar" y dispuesta por ello a defenderlo en las urnas o en las calles si falta hiciera.

Y es el crecimiento lo que ha fallado al sistema. Por un lado, las trabas a la libertad individual, la montaña burocrática, las ineficiencias que acarrea la omnipresente regulación, las rigideces impuestas a los mercados y la corrupción inherente a un sistema en el que mucha gente maneja un dinero que no es suyo han actuado como rémoras del sistema capitalista hasta que han conseguido frenar, casi agotar, su natural vigor. Por otro lado, y estrechamente unido al punto anterior, Europa ha entrado en una espiral demográfica autodestructiva que hace que la pirámide socialdemócrata no encuentre nuevos inquilinos. Irónicamente la socialdemocracia, que correctamente identificó a la familia como el gran enemigo del Estado y que se ha empleado con denuedo en destruir la fábrica moral de la sociedad europea, es en buena medida responsable del suicidio demográfico europeo. Justicia poética llamaban a eso en las películas.

Y aquí estamos los europeos, cargando con el féretro de la socialdemocracia y en un jardín de senderos que se bifurcan en tres direcciones: en la primera, los socialistas se niegan a enterrar pacíficamente al fiambre y dan una docena más de vueltas de tuerca a la regulación, los impuestos y los controles, lo que acaba conduciendo al socialismo real. Improbable. La segunda es que se ponen cuatro parches y salimos de esta crisis, pero no volvemos al crecimiento, que ya hemos visto la demografía y el socialismo han imposibilitado, sino a la charca y el estancamiento. Europa vive aquí un largo e inexorable declive entre el nenúfar y el crisantemo que terminará con su conversión en un parque temático lleno de encantadores castillos y hermosas calles empedradas para que paseen por ellas turistas americanos, indios y chinos. Por último, es teóricamente posible un retorno al liberalismo no como opción política pasajera sino como sistema fundamental de gobierno. Un sistema de individuos libres con Estados mínimos, casi translúcidos que no se meten en la vida ni en los bolsillos de los ciudadanos. Difícil, quizá. Con todo, no sería el primer milagro que ocurre en Europa.

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