Menú
José T. Raga

La otra reforma

El dato de un veinte por ciento de desempleados tras más de treinta años de lo que lo que se denomina sindicalismo libre y negociación colectiva, debería hacer pensar a propios y extraños sobre la ineficiencia del modelo en el que estamos atrapados.

Dirán que nunca estoy contento con nada de lo que ocurre y, por la experiencia más reciente, menos aún cuando se trata de iniciativas falaces del gobierno de turno; no tanto de turno europeo como de turno nacional, que está más próximo y por tanto es capaz de producir mayores estragos sobre la sufrida población.

Ya iremos desgranando los aspectos que se recogen en el Real Decreto-Ley 10/2010, de 16 de junio, de medidas urgentes para la reforma del mercado de trabajo, publicado en el día de ayer, 17 de junio de 2010, en el Boletín Oficial del Estado y, según reza el número 1 de la disposición final octava, en vigor desde hoy día dieciocho, siguiente al de su publicación. No me pregunten qué ocurrirá si en ese trámite de proceso parlamentario que ha anunciado el presidente del Gobierno se modifican disposiciones a cuya luz se hayan tomado decisiones por parte de los agentes económicos. Eso lo dejamos para otra ocasión. Pero mucha confianza, no infunde.

La otra reforma que me habría gustado ver, y que no figura en el Real Decreto-Ley de referencia, es aquella que se hubiera dirigido a combatir una enfermedad endémica del mercado laboral, que no se resuelve administrando un antibiótico para rebajar la fiebre del paciente. La norma publicada ayer pretende resolver con más regulación la ya excesiva regulación del mercado de trabajo. Su minuciosidad y virtuosismo, contemplando situaciones y particularidades de un asunto de tan amplia complejidad, hace vislumbrar unos resultados bien contrarios a los que se pretendían conseguir. El acercamiento entre oferta y demanda de trabajo, es decir la eliminación de la bolsa de desempleo, si se produce, lo será por la flexibilidad y no por la regulación, y menos aún por una regulación pormenorizada como la que aparece en la cacareada norma, anunciada como la gran reforma laboral que necesitaba España.

Pero, en fin, volvamos a lo que era mi intención en este momento, y que concreto en una pregunta al presidente: ¿para cuándo la reforma del sindicalismo amamantado? La cosa, además, señor presidente, se las han puesto muy fácil los propios sindicatos, pues al manifestar públicamente que viven de las cuotas de sus afiliados, lo que me llena de gozo, es el momento de suprimir las partidas presupuestarias a ellos dirigidas, precisamente por innecesarias. En el mismo cajón debe usted incluir a las centrales empresariales, que tampoco encuentro justificación alguna para que se nutran de los presupuestos públicos.

Debería usted reconocer que la actual estructura sindical, sus fuentes de renta, la institución de los liberados sindicales en las plantillas empresariales, y el fenómeno de la negociación colectiva, en la que participan también las organizaciones empresariales que detentan, análogamente, fuentes de renta difícilmente explicables, son una enfermedad grave de nuestro mercado de trabajo. Más allá del drenaje de recursos que suponen para el presupuesto público, que tiene fines sociales más prioritarios, configuran una superestructura de intereses propios que, en contra de sus proclamas, distan mucho de los objetivos de un mercado laboral que, ante todo, debe ser la consecución del pleno empleo.

Su representatividad, tanto en el lado sindical como en el empresarial, es más que dudosa, por lo que, lejos de sus teóricos representados, la superestructura se justifica en sí misma y se desenvuelve en torno a sus representantes que, a macha martillo, tratarán de mantener su propio estatus y las prebendas que le son propias. Introducir elementos disgregadores en la relación trabajador–empresario no puede conducir más que a un alejamiento entre ambos que redundará en perjuicio del primero; quizá también del segundo, pero desde luego, quien tristemente no se librará del daño es el primero.

El dato de un veinte por ciento de desempleados en la economía española, con una cifra de parados por el momento próxima a los cinco millones, y ello tras más de treinta años de lo que lo que se denomina sindicalismo libre y negociación colectiva, debería hacer pensar a propios y extraños sobre la ineficiencia del modelo en el que estamos atrapados. Ineficiencia, siempre que se suponga que el fin de toda la actividad de los llamados agentes sociales –aunque se trata de agentes sin relación de agencia– sea el pleno empleo, cosa que es más que dudosa, a juzgar por sus preferencias.

La negociación colectiva, que se mantiene como regla general –yo temo que en la practica seguirá siendo regla única– en el Real Decreto-Ley publicado ayer, es perversa en sí misma. La presunción de que todas las empresas, incluso todas las de un mismo sector, son iguales en solidez, en productividad, o si se quiere en dificultades, no pasa de ser una presunción necia que, cuando se aplica como norma general, conduce a la quiebra de las más débiles, que habrían podido subsistir con el esfuerzo de los más interesados: los trabajadores y los empresarios, no los sindicatos que nada se juegan. Suponer que la alternativa del paro es mejor que la del salario inferior es una tesis que sólo puede defender quien no ha estado nunca parado o quien trata de mantener un liderazgo hegemónico a costa de lo que sea.

El discurso sindicalista está hoy fuera de lugar. El incremento tan sustantivo de la inversión en capital fijo por trabajador, que confiere al trabajador la llave del rendimiento de esos medios de producción, hace que las proclamas de la izquierda sindical de principios del siglo XX suenen a retrógradas y extravagantes en la primera década del siglo XXI. ¿Por qué se mantienen? Seguramente los sindicatos tienen la respuesta; yo no la tengo, o si la tengo, prefiero silenciarla. Y en esa respuesta, la comparsa de las centrales empresariales no está tampoco exenta de responsabilidad.

Ante el paro y más paro, la actitud responsable exige un cambio radical en estos extremos, que no veo en la gran reforma publicada en el Boletín Oficial del Estado. ¿Para cuándo, señor presidente, esa reforma? ¡Ande, póngase manos a la obra!

En Libre Mercado

    0
    comentarios