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Antonio Robles

Cuando la tragedia es nuestra

Es extraño que nos conmovamos por nuestros muertos cercanos y metabolicemos con indiferencia los lejanos. Unos y otros son desconocidos, pero la congoja que su destino deja en nosotros es diferente porque nos afecta de distinta manera.

Hace apenas tres horas, con información aún confusa y un sabor amargo a cava quebrado por la tragedia de la "Nit de Sant Joan", recibí una llamada de mi hija mayor desde Castelldefels. Estaba aún nerviosa. Sólo después de localizar a su hermana que había de coger el tren de Sitges hacia Barcelona y comprobar que no se había bajado en Castelldefels, nos llamó a su madre y a mí.

Por alguna razón indescifrable recibí la noticia sin capacidad de metabolizarla, como tantas otras tragedias que aparecen todos los días por televisión. La viví en primer plano con mis hijas de por medio. Sentí una opresión en el pecho y una pena inmensa por los pobres padres de aquellos hijos e hijas que salieron a divertirse en la noche más mágica del año para no volver nunca. Mi hija me decía consternada: "Son todos niños que no volverán a casa y muchos de sus padres no se enterarán hasta mañana cuando no los vean en la cama". Cenaba a 50 metros de la tragedia. Se le atragantó la noche.

No hay tiempo para acomodar la realidad a la mente, a los sentimientos. Sólo habían salido con los amigos a divertirse, como tantas otras noches. Sus padres preocupados por el regreso, como tantas otras noches, pero ninguno preparado para no volverlos a ver con vida.

El destino se alía a veces con el abismo. Mi hija mayor decidió pasar la Noche de San Juan en esa playa, la pequeña en Sitges, el regreso en ese tren. Nunca antes habían elegido ese destino y ayer, por separado, habían coincidido en la peor elección. Todo esto carece del menor interés para el lector, pero a mí me mueve a reflexionar con amargura sobre los sufrimientos infinitos que nos rodean sin apenas reparar en ellos porque están fuera del círculo rojo donde se mueven los sentimientos más cercanos. Y es extraño que nos conmovamos por nuestros muertos cercanos y metabolicemos con indiferencia los lejanos. Unos y otros son desconocidos, pero la congoja que su destino deja en nosotros es diferente porque nos afecta de distinta manera. La mente es sabia y dispone de mecanismos para sobrevivir en un mundo de infinitos reveses. Lo sabemos, explican la paradoja, pero no evitan que la angustia de los padres, de todos los padres de la tierra, sea la misma.

En este caso, la conjunción de juventud, amistad y alegría es una bofetada que hace más cruel lo inesperado. Y nos hace impotentes, pero también nos advierten. Nos advierten de que las decisiones inconscientes tienen siempre consecuencias. No sería el momento de recordarlo y menos aún de recordárselo al entorno de las 12 víctimas y a los numerosos heridos del tren maldito de la Noche de San Juan. Aunque sólo sea para conjurar esta noche triste, debemos recordar que hoy nuestro sistema educativo no está haciendo lo conveniente para educar a nuestros jóvenes para la vida. Es un sistema protector –ya lo suspenderá la vida, parece decir– y no debe ser así. Un sistema educativo está para prevenir los avatares inciertos de la vida, no para jugar a la ruleta rusa con ella. Y muchas veces, como en este caso, nos olvidamos de esta terrible lección.

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