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Jorge Vilches

La nación catalana a debate

El problema no es que quieran "romper España", sino lo discutible que resulta su condición nacional y el perjuicio claro que para los derechos individuales supondría (y supone) su proyecto de futuro.

Ahora que se ha dado vía libre al nuevo Estatuto de Cataluña, es frecuente oír que el nacionalismo catalán es nocivo o malo porque quiere "romper España". En realidad, sostener que quiere “romper España” es seguirle el juego al victimismo independentista y reforzar la imagen estereotipada del españolista, lleno de tópicos que al catalanista le es fácil vincular con el viejo discurso del franquismo. No; ese nacionalismo es rechazable por otras razones más poderosas y ciertas: el tipo de Estado catalán que propugna y la invención forzada de su nación.

Todo parte de la construcción de la nación catalana por parte de unas élites políticas que tomaron la cultura y la lengua como hechos diferenciales, e interpretaron la historia, maleándola a su conveniencia, para que diera un anclaje secular a "la nación de los mil años", como un día dijo Jordi Pujol. Antes de 1898 ya se fue configurando un catalanismo que buscaba su redención a través de la crítica a "la capital", a la ciudad y a su vida urbanita, epicentro del vicio y de la corrupción de la vida natural, y ajena a la naturaleza verdadera del hombre. Esto fue moneda común en todos los movimientos nacionalistas conservadores, que en algunos casos derivaron hacia el autoritarismo y el fascismo, como fue el caso japonés. Por ese camino transitó, por ejemplo, el catalanista Valentín Almirall, que en su libro España, tal como es, se despachaba groseramente con Madrid, una ciudad que nunca le negó nada, ni siquiera el ser federal en 1868.

Al repudio al supuesto "centralismo" le siguió la pretensión, expuesta por Prat de la Riba y luego por Cambó con matices, de ordenar España desde Cataluña, pero motivada por un sentimiento de superioridad. No faltó entonces la xenofobia y el racismo de, entre otros, Gener y el doctor Robert. Por aquellos días surgieron voces sobre el “troceamiento” del país que, lejos de convencer a alguien, alimentaron el independentismo.

La élite política catalanista se dedicó a incentivar la invención de la nación catalana a través de las expresiones culturales y del idioma propio. A esa "nación" se le añadió, además, un pasado histórico, que permitía conferirle una personalidad que, naturalmente, había sido mancillada por un Estado más poderoso, el español, y que era preciso recuperar. En su competencia por el poder, dicha élite política local atribuyó al pueblo catalán la misión de restablecer un Estado-nacional basado cultural, jurídica e históricamente en artificios, exageraciones o falsedades creadas por los mismos políticos. De esta manera, los partidos catalanistas recrearon en el primer tercio del siglo XX la necesidad del autogobierno, con la excusa de escapar del supuesto "fracaso español", pero con el ánimo claro de tener el poder en exclusiva.

Y esa es la clave, expresada con mucha brevedad, del segundo motivo para rechazar ese tipo de nacionalismo: su vínculo con el poder. El reconocerse nacionalista es una coartada, un salvoconducto para acceder y permanecer en la vida política, social, cultural o académica. Se ha convertido en obligatorio. Los nacionalistas entienden que sólo hay una voluntad, un deseo y, por tanto, un interés, y de ahí sacan leyes, normas y reglamentos que destruyen la separación y contrapeso entre poderes, y que limitan los derechos individuales, sobre todo de aquellos que no creen en la obligación de ser nacionalista. El tipo de Estado que propugnan está, en consecuencia, muy alejado de las modernas formas de las democracias liberales y occidentales, adquiriendo los tics de uno autoritario.

El problema no es, por tanto, que quieran "romper España", sino lo discutible que resulta su condición nacional y el perjuicio claro que para los derechos individuales supondría (y supone) su proyecto de futuro.

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