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Proliferación nuclear: sin pena ni gloria

Nadie parece dispuesto a experimentar con la teoría de la estabilidad por la proliferación. Quienes se desviven por conseguirlas no abogan por su valor como bien difusivo, sino estrictamente privativo.

¿Cuántos ciudadanos generalmente bien informados saben lo que es el NPT o TNP? Sólo los muy adictos a la política internacional. Sin embargo el Non Proliferation Treaty o Tratado de No Proliferación –nuclear, se entiende– es nada menos que uno de los pilares del Orden Internacional. Las infracciones que se comenten contra su texto alteran el mundo y sin él el sistema internacional podría ser muy distinto y mucho más peligroso, se supone. Este arcano tratado para especialistas ha tenido una oportunidad de oro para darse a conocer con la décima conferencia de revisión, a lo largo de todo el mes de mayo en Nueva York, en la sede de ONU. Pero los medios han decidido ahorrárselo a sus seguidores o éstos les han hecho saber su desinterés.

En su articulado es, desde luego, soporífero. Pero no mucho más que la Constitución europea, de la que todos tenemos ligera noción. Su significado es otra cosa. Se trata de que no haya en este momento 40 o 70 países con armas nucleares, incluyendo aquellos con los más abominables regímenes del mundo. ¿Cómo viviríamos con cinco o seis amenazas de guerra nuclear en cada momento, y con alguna real cada tres o cuatro años? ¿O no? La posibilidad de un tal acontecimiento entre Pakistán y la India ha quitado el sueño a pocos, fuera de la zona. Las perspectivas del inhumano comunismo de Corea del Norte o el agresivo islamismo iraní dotados de tan extremo armamento están muy lejos de suscitar un clamor universal y concitar una enérgica acción común preventiva. Más bien lo que predomina es el espanto y rechazo a esa hipotética acción.

Por otro lado, no deja de haber finos y temerarios pensadores estratégicos que todo lo basan en el enorme poder estabilizador de la terribilidad de esas armas. Si quieren que los ayatolás se queden tranquilos, regálenles un par de docenas. Con semejante don, cualquier otro delincuente estatal experimentará el mismo súbito proceso de adquisición del sentido de la responsabilidad y la decencia en su comportamiento exterior. ¿No fue eso lo que pasó en su día con la desaforada China de Mao? ¿Y la temible Unión Soviética? Supo reprimir muy bien toda tentación de usarlas, mientras que el equilibrio del terror apagaba, o al menos congelaba, muchos conflictos.

Pero ese pensamiento convencional sobre el armamento no tiene nada de tal. Nadie parece dispuesto a experimentar con la teoría de la estabilidad por la proliferación. Quienes se desviven por conseguirlas no abogan por su valor como bien difusivo, sino estrictamente privativo. En ese sentido siguen siendo entusiastas partidarios del TNP... para los demás. Justo como los ladrones con el derecho de propiedad.

El tratado, que se aprobó en 1969 y entró en vigor en el 72, cuando consiguió 40 signatarios, abarca a la casi entera comunidad internacional, al menos por el número de firmantes. Israel, Pakistán e India nunca lo suscribieron, por lo que no pueden infringirlo. Saddam Hussein lo hacía a conciencia, como los ayatolás iraníes, pero conservando la ficción. El régimen de Kim Jong Il, pillado con las manos en la masa, optó por abandonarlo. Otros candidatos nucleares han renunciado a su ambición y estampado su firma, pero aspirantes preparados en la línea de salida o con un pie por delante sigue habiéndolos. En la anterior conferencia, hace cinco años, no se consiguieron tapar las fisuras que la rebelde realidad y la heterogeneidad de intereses y visiones abre en su aplicación práctica. A pesar del interés puesto por Obama en este cónclave mundial, la ocasión de este año tampoco ha mejorado mucho las cosas. Al menos, en el último minuto se consiguió un documento final. Mientras hay papel hay esperanza. O eso parece.

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