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Julio Pomés

Dudosa legitimidad y antieconómico

Cataluña debiera darse cuenta que su obsesión distintiva plasmada en su Estatuto enfrenta a sus ciudadanos y perjudica a su economía. La radicalización de la identidad catalana pone en riesgo su estabilidad y su bienestar.

Pocas veces los intereses de los partidos políticos pudieron hacer tanto daño a todos los ciudadanos como el que va a ocasionar el Estatuto catalán. Esta norma será legal tras las correcciones del Tribunal Constitucional, pero siempre estará su legitimidad bajo sospecha. Además, con toda probabilidad el desarrollo del Estatuto perjudicará la economía catalana. Señalaré cinco grandes defectos de esa ley.

La primera crítica al Estatuto se refiere a su legitimidad. En el referéndum se abstuvo más de la mitad de los catalanes (49,4% del censo), siendo el voto aprobatorio del 73,9%, lo que representa que tan sólo el 36,5% de los catalanes dieron el sí a la ley fundamental de Cataluña. ¿Hasta qué punto un Estatuto que tuvo una aprobación minoritaria tiene más validez y puede sustituir al de 1977 que fue votado por la mayoría de los catalanes, exactamente un 52,6%?

El segundo reparo es la pérdida de libertad que ha supuesto el desarrollo del nuevo Estatuto para muchos catalanes. Hoy existe una presión insufrible para que el catalán sea la única lengua vehicular en la educación y el idioma exclusivo en los foros públicos. Esa obsesión conduce a situaciones propias de una dictadura. Un ejemplo es la policía lingüística, ese ‘gran hermano’ que vigila y pone multas a los que a los que cometen el delito de rotular en español.

La tercera censura es el perjuicio económico que podría propiciar un ‘Estadito’ en el que lo prioritario es el carácter distintivo frente a España. Desde la colaboración se pueden conseguir más ventajas para todos que desde la incompatibilidad que surge de una jurisprudencia que busca la diferencia. Hay una sentencia que se cumple de modo inexorable: a menos libertad y más intervencionismo, menos desarrollo económico. La prueba más contundente es la comparación entre Madrid, una comunidad que apuesta por la libertad económica, y Cataluña, donde sus gobiernos nacionalistas han impuesto tanta legislación innecesaria que hace complicada la relación entre empresas y administración. Cuanto más compatibles son las normativas de un territorio con el resto del mundo, más rentable y sencillo resulta la actividad empresarial. Por eso emprender en Madrid es más atractivo que hacerlo en Cataluña, como lo demuestra la variación de sus PIB en los últimos veinte años. Cataluña en 1980 aportaba al PIB al nacional un 4% más que lo que lo hacía Madrid. Hoy la situación es la contraria; según el último informe de Funcas la economía de Madrid, con un PIB de 211.174 millones de euros, es la más potente de España, y aporta al PIB nacional un 0,15% más que lo que lo hace Cataluña.

Una cuarta reprobación del Estatuto, derivada de su afán de considerase una comunidad diferente a España, es el enorme gasto que exige la innecesaria duplicación de las estructuras del Estado. El ejemplo más claro es el de las ‘embajaditas’ que varias comunidades han puesto en el extranjero y otros fastos tan ridículos como los viajes institucionales a EEUU, donde nadie les hace caso. Cuando los impuestos se despilfarran en gastos no productivos, hay menos dinero para educación, sanidad y otros servicios públicos, con lo que el bienestar disminuye.

El quinto reproche es el grave perjuicio económico que suponen esas singularidades catalanistas en la nación. En lo económico ser distinto respecto al resto de España sale rentable cuando hay detrás una buena acomodación de la norma autonómica en la nacional. Lamentablemente la economía regional se perjudica cuando este empeño distintivo es más fuerte que la búsqueda de la eficiencia, algo que ha ocurrido en Cataluña. Es conveniente que las comunidades autónomas compitan por tener mejores servicios y menos impuestos, pero hacia el exterior la cohesión de las regiones debiera primar para que España fuera más competitiva internacionalmente. Una economía nacional fragmentada siempre es menos competitiva que una integrada.

Soy de los que creo que se puede ser muy catalán, sin que ello vaya en detrimento de sentirse también muy español y que crear tensiones deteriora el clima social. Cataluña debiera darse cuenta que su obsesión distintiva plasmada en su Estatuto enfrenta a sus ciudadanos y perjudica a su economía. La radicalización de la identidad catalana pone en riesgo su estabilidad y su bienestar. ¿Cómo no se dan cuenta los políticos catalanes que fomentar la rivalidad frente a España no sale gratis?

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