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Juan Ramón Rallo

A toda costa contra el ser humano

Lo que molesta a los ecologistas, en el fondo, no es que el individuo modifique su entorno –al cabo, todos los seres vivos lo hacen– sino que lo modifique con algún criterio, con alguna finalidad, haciendo uso de su razón.

Existe una cierta perversión en esa idea de que el ser humano, que hasta donde sé forma parte de la naturaleza, destruye la naturaleza a través de su comportamiento también natural. Sólo concibiendo al ser humano como un elemento exógeno a la naturaleza, como un parásito que debe ser sometido o erradicado, cabe defender seriamente que los individuos destruyen el entorno.

Quienes deseamos que cada vez más seres humanos vivan mejor somos conscientes de la necesidad de ir controlando porciones crecientes del medio; mejor dicho, somos conscientes de que tenemos que adaptar nuestro entorno a nuestras necesidades y no al revés. Como dice George Reisman:

Todas las actividades productivas humanas consisten fundamentalmente en la redisposición de los elementos químicos que nos ofrece la naturaleza con el fin de hacer que los mismos se encuentren en una relación más útil con el ser humano—es decir, con el fin de mejorar su entorno.

La alternativa a que el hombre controle el medio es que el medio controle al hombre; es decir, que los individuos repriman la satisfacción de sus fines, su felicidad o incluso su supervivencia para no alterar el curso "natural" (más bien artificial, pues se extrae al hombre de su medio) de las cosas.

Un disparate que nos llevaría a regresar a nuestra "naturaleza" salvaje y pendiente de civilizar: desnutrición, insalubridad, analfabetismo y frustración vital a cambio de minimizar nuestra influencia sobre el entorno. Es decir, justo aquellas desgraciadas situaciones de las que el ser humano trata siempre de escapar en cuanto tiene ocasión, haciendo un uso inteligente y creativo de su entorno.

Los ecologistas, pues, podrán descivilizar la humanidad, pero a menos que le coloquen cadenas y grilletes ésta volverá a emerger; ningún individuo, ni siquiera los ultraideologizados ecologistas, aceptaría malvivir en situaciones tan precarias sin tratar de prosperar. De ahí que se imponga la necesidad, no de reeducar al ser humano, sino de acabar con él.

Nos dicen ahora los ecologistas de Greenpeace que debemos arramblar con ciudades enteras porque estamos destruyendo la costa española. En 7,7 precisas hectáreas cifran la aniquilación diaria de la misma; pues la costa, ya saben, se destruye cuando se habita, cuando el ser humano la utiliza para mejorar su vida. Y, a la inversa, la costa se construye cuando se destruyen todas esas aberraciones humanas que son las ciudades, esos monumentos de cemento que nos sirven para vivir, comerciar, relacionarnos, disfrutar, crecer y morir.

La conclusión es sencilla: nos volveremos tanto más naturales cuanto menos humanos seamos. Pues lo que molesta a los ecologistas, en el fondo, no es que el individuo modifique su entorno –al cabo, todos los seres vivos lo hacen– sino que lo modifique con algún criterio, con alguna finalidad, haciendo uso de su razón. Es la razón lo que les sobra: son una apoteosis del irracionalismo, del regreso a las cavernas y al salvajismo. Greenpeace y otros altavoces subvencionados del misticismo ecologista no denuncian la destrucción a toda costa del terruño que suponen nuestras costas sino que promueven la destrucción a toda costa de la civilización humana.

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