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Gina Montaner

Contigo en la distancia

Olga no se ha ido del todo porque su voz y su imagen arrolladora perviven. Ella es mi recuerdo eterno en nuestro piso de Cervantes, 2.

No es cierto que Olga Guillot se ha marchado para siempre. En cualquier momento del día o la noche puedo escucharla cantar boleros como si nunca hubiera dicho adiós.

Por mi edad, nacida en el año sesenta, el género del bolero ya no era de mi época. En mi adolescencia lo que hacía furor era Carlos Santana y su Samba Pa´ti. A los chicos nos gustaba Pink Floyd y nos sabíamos todas las canciones de Simon y Garfunkel. Pero crecí en un hogar de exiliados y la música fue el medium por el cual mis padres recuperaban la juventud que habían vivido en Cuba. La impronta de sus primeros bailes inevitablemente pasaba por las melosas baladas que salían de las victrolas habaneras.

Si Olga era la Reina del Bolero, en mi casa lo fue doblemente porque ella era la soberana, la mera mera de la canción. Es la imagen del salón del piso de la calle Cervantes y cada uno entretenido con sus cosas, pero desde el aparato de cassettes (entonces no conocíamos los CDs), sonaba su voz, entre grave y nasal, alargando y transformando las palabras como arcilla en su poderosa garganta. Igual era Miénteme o La Noche de la Noche. Sin proponérmelo, me convertí en una groupie de Olga cuando mis amigos daban lo que fuese por asistir a un concierto de los Rolling Stones.

Mis padres me llevaron a verla por primera vez al Florida Park, un elegante cabaret situado en el Parque de El Retiro. Apareció toda vestida de blanco y con un turbante en la cabeza. Iba acompañada al piano de Juan Bruno Tarrasa y se marcó un atronador Se acabó que nos dejó trémulos de emoción, y a su pianista exhausto por los golpes que recibió en la espalda con su exaltada interpretación. Olga se movía como un ciclón desbordado y el movimiento de sus manos y sus dedos era el gesto barroco de quien desmenuza la letra con sentimiento eléctrico. Nos rendimos frente a ella y muy pronto comprendí que no sólo era cantante, sino una actriz que cantaba.

Es verdad que yo también seguía las giras de los Rolling y cuando estalló la Movida Madrileña me sumé al pop de los grupos que tocaban en la sala Rok Ola. Pero nunca oculté mi querencia por el bolero puro y duro con sus historias de romances imposibles y un Tú me acostumbraste en el que Olga insinuaba lo oscuro de ese amor prohibido pero incontenible. Nadie como ella a la hora de darle un toque desmelenado a temas más contemporáneos y alejados de la boca carmesí, las fruslerías y el cielo tisú. Con sus brazos enredados en su vientre, quedaba claro que el meollo de la cuestión visceral viajaba al sur de su ondulante cintura.

Donde quiera que Olga se presentó hice lo imposible por no perdérmela subida a un escenario. La volví a ver en Madrid en un espectáculo que compartió con Celia Gámez y Sara Montiel. Y de ese trío de estrellas formidables la que causaba furor era ella, que siempre cantó boleros con el don de los elegidos. La última vez que disfruté en vivo de su extraordinario registro fue en el Teatro de la Villa, rodeada de sus fans gays que tanto la idolatraban, y junto a un chaval que había viajado desde Valencia porque su sueño era lanzarle claveles como a una diosa consentida.

Hace un par de años tuve la suerte de compartir en Miami con Olga y su hija, Olga María. Fue una deliciosa cena en casa de los Moreira donde nos contó innumerables anécdotas de su ajetreada biografía. Fuera del teatro Olga también era intensa y apasionada. Mujer de pensamiento ágil, apegada al drama político de Cuba, amiga de sus amigos, frontal, expansiva, afectuosa. Nos habló de su comadre María Félix, siempre bebiendo los vientos por un flaco y fumador Agustín Lara que la hizo sufrir como en el mejor de los boleros. Contó divertidas maldades de Rita Montaner y recordó sus mejores años en México, donde llenaba hasta la bandera. Fue una sobremesa inolvidable y los que estábamos allí habíamos ido a escucharla, que para eso era una diva en el mejor sentido de la palabra. Irrepetible y grande.

Olga no se ha ido del todo porque su voz y su imagen arrolladora perviven. Ella es mi recuerdo eterno en nuestro piso de Cervantes, 2. Es verano en Madrid, se siente el calor en la modorra de la siesta y en toda la casa se escucha Contigo en la distancia. Por siempre.

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