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José García Domínguez

La nueva bandera de los catalanistas

El movimiento catalanista es como una bicicleta: o quien la conduce pedalea sin pausa o fatal, irremisiblemente la máquina se cae al suelo.

Quién nos iba a decir que la más celebrada consigna libertaria del mayo francés, aquel "sed realistas, pedid lo imposible", también se la acabarían apropiando algún día los catalanistas. Pero, en fin, desde que se formuló la segunda ley de la termodinámica es sabido que todo en este mundo tiende a degenerar al inevitable modo. Nadie se extrañe, entonces, de que los convergentes ya anden vindicando un concierto económico similar a los del País Vasco y Navarra. Así, tras acusar recibo del fiasco estatutario, no han tardado ni una semana en ingeniar otra cantinela victimista con tal de seguir lloriqueando ad calendas grecas. Nada nuevo, por lo demás. Y es que, para existir, requieren del agravio permanente frente al Estado. A fin de cuentas, el movimiento catalanista es como una bicicleta: o quien la conduce pedalea sin pausa o fatal, irremisiblemente la máquina se cae al suelo.

Por cierto, el dichoso concierto era el muy tangible fin que perseguían al colar esos telúricos derechos históricos de Cataluña en el Estatut. Al cabo, el "histórico" cupo, fuente última del eterno zafarrancho que emponzoña la financiación de las comunidades autónomas, procede de un periodo tan lejano en la noche de los tiempos como la Restauración. En concreto, el caramelo fiscal vasco data del mes de julio de 1876. Tal día, un decreto firmado por Cánovas del Castillo resucitó ese anacrónico privilegio medieval "para que las provincias de Vizcaya, Guipúzcoa y Álava contribuyan, con arreglo a la Constitución del Estado, a los gastos de la Nación y al servicio de armas", según reza su prólogo.

Fue el precio que entonces hubo de pagar la lógica jurídica para poder saldar la Tercera Guerra Carlista. El mismo que los constituyentes de 1978 creyeron que igual debíamos soportar con tal de que acabase la Cuarta. Un Estado, el español, que renuncia de grado a recaudar los tributos dentro de determinados territorios sometidos a su entera soberanía: una extravagancia administrativa sin parangón en el mundo entero. ¿Cómo comprender semejante sinsentido al margen de la larga sombra de ETA? Un sinsentido que sólo la insignificancia relativa de la economía vasca evita que empuje a la quiebra cierta del Estado. Y ahora llegan los otros exigiendo su parte del botín. Dispongámonos, pues, para el tedio.

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