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Bernd Dietz

Amiguitos del alma

¿Qué pueden hacer quienes, minoritarios liberales que, por clemencia de la cronología se ahorraron vivir el Holocausto y el estalinismo, siguen sintiendo tristeza ante lo que hay alrededor, tras tanta adoctrinación progresista?

Aquí demasiados pájaros quieren hacerte un favor, distinguiéndote con su mimo preferente, que te venden tal venturosa excepción, cual anticipándote la combinación ganadora de la primitiva. Si diriges un humilde departamento de la administración, te telefonean para regalarte un emepetrés, sin obligación alguna, una cortesía institucional, para al final revelarte que has de comprarles seis tóners de garrafón, mejores que de marca y apenas algo más caros. Paga el Estado y el dinero es público, es decir, tan inmundo, según el uso etiquetado del sintagma, como una obrera del amor. O como un retrete en la Academia de Ciencias de la URSS (ese olor a dictadura del proletariado, inimaginable para pituitarias capitalistas, el desorientado idealista que lo haya inspirado in situ ya no conseguirá olvidarlo). Pues no nos cansamos de evocar ese fantástico Freudian slip de la flamenquería socialista (autoproclamada lo más parecido a España; cuando en España existe también gente honrosa que, conservando la decencia, sufre con esos galleos) de que el dinero público no es de nadie.

Del mismo modo, te costará la misma vida desviar diplomáticamente a los desagües las entrañables ofertas de amistad confidencial y agasajo (cuyo rechazo parece que traería aparejado un aluvión de infortunios, represalias, sabotajes y ostracismos) con las que te tantean, sin merecer tú semejantes desvelos ni testimonios de consideración tan distinguida, tantos miembros conspicuos del mejor entramado colectivo. Algo que emprendes profilácticamente, en parte por mitigar el impacto jabonoso de su familiaridad misionera, y en parte por ahorrarte esa inexcusable menudencia postrera que asoma cuando te solicitan, restregándote la deuda imaginaria contraída con ellos, una gestión irregular en beneficio suyo, o de la hija de un compadre, una ganga, en analogía a cuando toca romperle la crisma a alguien, para aprobar los exámenes de acceso a una banda juvenil.

No puedes ir por la vida, pues, sin saberte diana de gárrulas obsequiosidades, que conforman los cauces predefinidos de la vertebración colectiva. Ritos de paso cotidianos, que sustentan el derecho de residencia. Porque si das a entender que no te tiran, sin pretenderte superior a los demás (pues sabes sumar y constatar coyunturas adversas), antes bien disimulando con tácito estoicismo lo que te empachan dichas inflamaciones de la etnicidad, tendrás al instante en contra no sólo a los benefactores de turno ansiosos de honrarte con su celo, sino a la mayoría del ecosistema. Pondrás de uñas a tu propia familia, que temerá que por culpa de tu puritanismo quede en desventaja y señalada. A los compañeros de trabajo y vecindario, que extremarán la vigilancia para detectar a desafectos y criptoprotestantes. A tus superiores jerárquicos, que confirmarán al cabo lo que se habían venido temiendo. Si antes intuían que eras un perdedor solitario, ahora deducirán que aquellas rarezas tuyas no eran de suyo achacables a torpe inapetencia o reticencia timorata, sino a un odioso fondo de inconformismo, enemigo del regodeo compartido por derecha e izquierda, porque tanto dan trajes, caballos o superconferencias neoyorquinas.

Con estos mimbres, ¿a qué despotricar de nuestros políticos (aunque leviten al trasegar con presupuestos santificados por ese enternecedor amor a lo público)? El infierno no son los otros, según contaba Sartre (ese depredador sexual que abogaba por despenalizar la pederastia, al abrigar las mismas debilidades que un obispo belga o un presentador del orgullo de la ceja, y exhibiendo el desparpajo de reconocerlo), sino nosotros mismos, instalados desde hace centurias en el paradigma corleonés. El infierno es el tarado de Hoover disfrazado de mujer, mientras persigue a infelices homosexuales (infelices porque los persiguen, no porque ser homosexual constituya una desgracia, salvo que vivas en Cuba o en Irán, donde practican la homofobia feroz sin que se despeine el ministro Sebastián). Es el plutócrata rojo, que justifica el gulag desde Puerta de Hierro (o desde El Viso, como Juan Benet). Es el probo proletario propalando que no hay felicidad fuera del juego turbio, del escamoteo risueño, de la afición al atajo.

¿Qué pueden hacer quienes, minoritarios liberales que, por clemencia de la cronología se ahorraron vivir el Holocausto y el estalinismo (la sempiterna apología de cuyos excesos genocidas hoy nos transmite, con meridiana coherencia hipnóticamente asumida por la parroquia académica, un Slavoj Zizek, no menos aleccionador en la expresión del raciocinio psicopático que el camarada del Castor), tras tanta adoctrinación progresista (pues el marxismo resultó una fábula judeohegeliana tan siniestra como letal), siguen sintiendo tristeza ante lo que hay alrededor? ¿En quienes late una moralidad espontánea, deudora de las conquistas libertarias, dada su puñetera (por incompatible con la mayoritaria) idiosincrasia? ¿Los que perciben que Epicuro, Al-Farabi, Lorenzo Valla, Zwingli, Hobbes, La Mettrie, Adam Smith, Darwin y Nietzsche estaban en lo cierto, con las inexcusables salvaguardas que no disminuyen su mérito, y reconocen en sus obras y en su honestidad contracorriente (porque la inteligencia es vanguardia inmolable) una reivindicación del coraje individual, del racionalismo civilizador y de la emancipación cartesiana?

Acaba de morir un figurón franquista. Su vástago progresista, perejil de todas las salsas, retiene el ascendiente. La estructura para la que enredaron ambos sigue determinando la atmósfera como cacicato opresor y como coartada de su tutelaje, a lomos del parné y la manipulación. Que uno y otro suponen comisarios degradantes, enemigos de cualquier sociedad abierta, salta a la vista. Arriba (aprovechando su divisa) el libre pensamiento, el espíritu crítico, la piedad, la justicia y la soledad de los que, por estómago, por pura náusea, rehúyen a los amiguitos del alma.

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