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José T. Raga

De ficción no se vive

¿Hasta cuándo? Hasta que se acabe todo lo ficticio, hasta que se termine esta farsa en la que vivimos o, lo que es peor, hasta que nos acabemos nosotros, que ya falta poco.

O al menos no se vive mucho tiempo. Aunque algunos prefieran ignorarlo, el engaño, la ficción, siempre acaba pasando su factura: la factura de la dura realidad. Es más, me atrevo a decir que, tras la ficción, el desastre es mayor y el sufrimiento más cruel, que el que se habría producido si, a su tiempo, se hubiera reconocido la realidad y las personas afectadas por ella, habrían tomado las medidas necesarias para aliviar o incluso superar la dificultad que se avecinaba.

Recuerdo como todos ustedes que los miembros del Gobierno de nuestra nación, especialmente el señor ministro de Industria, anunciaban a los cuatro vientos cómo la crisis estaba cediendo y dejando paso a la recuperación, porque un índice significativo –la venta de automóviles– se estaba recuperando de forma muy acelerada. No era mi tradicional escepticismo, sino el análisis más simplista de la realidad el que me llevaba a afirmar lo contrario.

La razón de la llamada recuperación de la demanda de automóviles no era otra que, de un lado, las ayudas del presupuesto público a la compra de vehículos y, de otro, la entrada en vigor del incremento en el tipo tributario del IVA, pasando del 16% al 18%. Dos puntos, que en términos porcentuales supone una subida del impuesto del 12,50%, lo que en el bolsillo, y para determinados precios de vehículos, ya se nota.

Ha terminado julio y, con él, el primer mes de realidad, enterrada ya la ficción, porque, por una parte no queda dinero para las ayudas –es esa maldita consecuencia que se produce en las huchas cuando sacas y no metes– y, por otro lado, el Gobierno de la Nación anda buscando un euro por donde quiera que esté; algo así como Diógenes, desnudo y buscando al hombre. Conclusión que si nos fijamos en las ventas de turismos, por ejemplo, la caída de julio de 2010 sobre las ventas de julio de 2009, se sitúa en algo más del 27%. Algunas marcas, pero no podemos entrar en detalles, han caído más del 50%. ¿Ven lo que ocurre cuando no se quiere reconocer la realidad?

De no haber construido una ficción en la que desde luego estaba interesado el Gobierno para que no se notara lo mal que iba la cosa, el mercado por sí mismo se habría deslizado por una pendiente suave que habría impulsado ajustes no dramáticos, tanto por parte de la producción –sector empresarial– como por parte del trabajo, con salida del sector según las oportunidades. Ahora, la caída es sin paracaídas, de golpe, y lo que antes no se quiso reconocer poco a poco se tendrá que reconocer ahora sin remedios paliativos, a no ser que siga triunfando el síndrome de locura, a lo que Gobierno y pueblo estamos muy acostumbrado.

Y es que esta gente de la izquierda es siempre así. Están empeñados en definir una realidad inexistente por medio de un decreto, cuando una disposición de ese género, o reconoce lo que está pasando realmente –para lo cual no hace falta la disposición– o simplemente produce el caos, distorsionando las preferencias de los sujetos económicos y destrozando la propia estructura de los mercados que, por falsa, deja de cumplir su tarea de asignar los bienes con máxima eficiencia.

Algún día, si es que llegamos a verlo, convencidos de que hay ministerios de reciente creación y vicepresidencias con la misma antigüedad que no sirven para nada, salvo para molestar a los ciudadanos mandándoles lo que deben hacer y prohibiéndoles lo que no deben hacer, quizá un político iluminado dé el cerrojazo a tanto gasto inútil, y veremos plañideras por las calles clamando por el volumen de paro que se ha generado por semejante decisión. A lo mejor estoy pensando en un mundo paradisíaco, que desde luego no es el del señor Rodríguez Zapatero, pero si eso ocurriera, respondan a las llorosas mujeres que el paro no ha incrementado por el cierre ministerial, porque todos aquellos que se resguardaban en los ministerios y vicepresidencias mencionadas, ya estaban parados, pues nada productivo hacían; lo único es que se les engañaba y se nos engañaba, tratando de mostrar que eran personas activas, tan activas como el médico en el quirófano, o el juez dictando sentencias, o el guardia ordenando el tráfico o persiguiendo delincuentes.

¿Recuerdan ustedes la autoproclamada segunda potencia mundial de los años setenta y ochenta? Eran los mejores, se decían a sí mismos, y lo mismo decía la abobada izquierda española, siempre tan democrática y abierta. Iban y venían a la luna, como quien coge el autobús para el más próximo destino. Bien es verdad que, junto a esos viajes espaciales, no eran capaces de fabricar un automóvil que funcionase con normalidad y precisaron una licencia Fiat para fabricar el Lada; y cuidado que tiene pocas pretensiones. Dirán, los que siguen sin reconocer la realidad, que eso era porque se trataba de bienes de lujo, típicamente capitalistas, pero se les olvida, que tampoco sabían como fabricar maquinaria de obras públicas, tan ligada al rudo trabajo, gloria de las repúblicas socialistas y populares, teniendo que confiárselo a ese símbolo del capitalismo que es Caterpillar.

Desde mediados los setenta y las décadas siguientes, visité con frecuencia la Unión Soviética y concluí que todo aquello era una farsa. Ellos seguro que lo sabían, pero había que engañar, pues en el engaño está, por lo visto, la razón del triunfo, cuando se cuenta con gente decidida a no pensar. Después vendría la Pepsi-Cola, porque la Coca-Cola era demasiado signo imperialista americano y, eso, no se podía tolerar. ¿Argumentos infantiles? Para mí, sí, pero ya he dicho que hay gente que no está dispuesta a pensar y, por infantil que sea lo que le ofrecen, se lo toma como si de un medicamento se tratase.

Pues ahí estamos. Construcciones ficticias que un día despertarán al estruendo del derrumbe. Ya lo fue la construcción, ahora los automóviles, les llegará a las energías renovables, cuando se acaben los euros para la subvención –aquí le llaman primas, cuando los primos somos realmente nosotros, que somos los que pagamos. ¿Y hasta cuándo? Hasta que se acabe todo lo ficticio, hasta que se termine esta farsa en la que vivimos o, lo que es peor, hasta que nos acabemos nosotros, que ya falta poco.

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