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EDITORIAL

No son las multas

Debería quedar claro que estamos ante una tragedia que lleva 20 años reduciéndose en términos absolutos gracias, en definitiva, a que somos más ricos y no a que estamos más amilanados por las severas leyes de Interior.

En la medida de lo posible hay que evitar los experimentos políticos que afecten a la vida o a la seguridad de las personas. Existen algunas cuestiones básicas en las que nuestros gobernantes sólo deberían tomarse decisiones tras contar con las suficiente información sobre sus consecuencias. Este Gobierno es, desde luego, un perfecto ejemplo de arrogante ingeniero social al que no le importa poner la sociedad patas arriba con tal de hacer avanzar su agenda ideológica; a la vista están los desastrosos resultados.

Podría pensarse que la seguridad vial es uno de esos asuntos sensibles, pero lo cierto es que los políticos la han estado manoseando sin cesar durante los últimos años. Con la excusa de la elevada siniestralidad que se vivía en nuestras carreteras, han impuesto todo tipo de regulaciones y sanciones a las que, presuntamente, cabía atribuirles el progresivo descenso de la mortalidad que estábamos experimentando. El argumento fue muy empleado, por ejemplo, con la introducción del carnet por puntos, del que se dijo que había logrado excelentes resultados.

Y sin negar que en algunos casos concretos así pueda haber sido, sobre todo a corto plazo, lo razonable no era pensar que los accidentes de tráfico se redujeran como consecuencia de la mayor prudencia inducida por las amenazas y sanciones policiales –pues no existe castigo mayor que el de padecer un accidente mortal–, sino más bien por otros factores como la mejora de nuestra red de infraestructuras y de nuestro equipo sanitario (en especial en lo referente a las ambulancias) y, sobre todo, por el muy considerable incremento en la seguridad que han experimentado los propios vehículos.

¿Cómo saber cuál de las dos hipótesis resulta verdadera? La llamada huelga de los ‘bolis caídos’ nos ha brindado, sin pretenderlo, la ocasión de realizar un experimento a este respecto: la Guardia Civil ha dejado de poner multas de tráfico durante todo el verano y, sin embargo, los accidentes mortales se han reducido a su nivel más bajo desde 1962, en concreto a 364 personas. Es decir, en el verano de 2010 hubo menos accidentes que en el de 2009 –en concreto, un 4,2% menos– con un número similar de desplazamientos, pese a que los conductores no sentían la amenaza de la sanción.

Los datos, sin embargo, no deberían sorprendernos. Como apuntábamos, la hipótesis más razonable es que el menor número de accidentes está más relacionado con la mejora de nuestro equipo de transporte que con el Código Penal. Al fin y al cabo, el número absoluto de accidentes viene reduciéndose ininterrumpidamente desde 1989, año en el que alcanzó una cifra cuatro veces mayor a la actual. Obviamente, en términos relativos la mejora ha sido muchísimo más sustancial; baste tener presente que en 1962 padecíamos el mismo número de accidentes que ahora con un parque automovilístico 21 veces menor: hemos pasado de una víctima mortal por cada 4.500 vehículos en el verano de 1962 a una víctima mortal por cada 100.000 vehículos en el actual.

Debería quedar claro, pues, que estamos ante una tragedia que lleva 20 años reduciéndose en términos absolutos gracias, en definitiva, a que somos más ricos y no a que estamos más amilanados por las severas leyes de Interior. En estas circunstancias, no parece que tenga mucho sentido que el ministro del ramo, Rubalcaba, siga empleando el argumento sancionador para explicar un fenómeno que poco tiene que ver con su gestión política: exigirles a los guardias civiles que vuelvan a poner multas a los conductores porque, en caso contrario, repuntarán los accidentes, es tanto como pasarle a la evidencia el rodillo de la ideología. Nada, por otro lado, a lo que no nos tenga demasiado habituados este Gobierno.

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