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Pedro de Tena

Ramón y Cajal y la cosa nacionalista

Ramón y Cajal se lamentaba, páginas después, por las concesiones de "Madrid", esto es, del resto de España a los nacionalismos vasco y catalán.

Está uno de vacaciones, tratando de enfriar la cabeza y el corazón y en vez de conseguirlo, por obra del calor africano y de los nacionalistas, rompe a hervir, y a llorar a veces, como un puchero. Lo del nacionalismo en España ya está sobrepasando todas las líneas rojas y se perfila como el principal problema de España junto con el hiperdesarrollo autonómico concebido para contenerlo y causante, al final, de su avance espectacular. Precisamente, cuando en las calmadas noches de la sierra de Aracena trataba de serenar mi espíritu, cada vez más viejo, con El mundo visto a los 80 años de nuestro insigne sabio, don Santiago Ramón y Cajal, me encontré con un espectáculo extraordinario de claridad de análisis y de diagnóstico. Sí, sí, sobre los nacionalismos en España.

En su disección de los nacionalismos españoles, Ramón y Cajal dice en el capítulo XII sobre La atonía del patriotismo integral que estamos ante un problema separatista disfrazado de regionalista. Pero no crean ustedes que el sabio español se anduvo por las ramas. Para concretar, expuso:

Cataluña sobre todo (¡quién lo dijera después de las nobles explosiones de españolismo de 1860 y 1873!), inició una ofensiva a fondo contra el Estado, inaugurada con los discursos fogosos reivindicatorios del doctor Robert, las propagandas separatistas de Prat de la Riba, la Asamblea de parlamentarios, la difamación reiterada del ejército que, lo mismo que en Cuba, juzgó patriótico tomarse la justicia por su mano, atropellando redacciones de periódicos antiespañoles (con que logró resultados contraproducentes, provocando el movimiento de la Solidaridad catalana, en la que se juntaron, con miras electorales y facciosas, todas las fuerzas vivas de Barcelona, desde el carlista duque de Solferino, hasta los separatistas o autonomistas más descarados como Prat de la Riba y Cambó).

Una vez conseguida la Mancomunidad catalana, los ingenuos creyeron que la fiebre catalanista había descendido. Nada más lejos de la realidad.

Lejos de purificar el ambiente antiespañol, sólo sirvió para acrecentar sus estragos. Las plumas catalanas se desataron contra el odioso centralismo español, el chivo bíblico portador de todas las culpas. Y Madrid compartió con España el desprestigio causado por la imprudencia de la vieja política de los partidos de turno y de la inexplicable impunidad de la propaganda secesionista.

Ramón y Cajal se lamentaba, páginas después, por las concesiones de "Madrid", esto es, del resto de España a los nacionalismos vasco y catalán. Gracias a estas dádivas y a la ausencia de patriotismo, "el nuevo régimen se ha establecido ya en Cataluña y pronto se generalizará a Vasconia, Valencia, Galicia, etc., si causas imprevistas no lo estorban".

Luego nuestro anciano de 80 años, hace precisamente unos 80 años, escribía dos párrafos de una claridad deslumbrante:

En mi calidad de anciano, que sobrevive, no puedo menos de cotejar los luminosos tiempos de mi juventud, ennoblecidos con la visión de una patria común henchida de esperanzas, con los sombríos tiempos actuales, preñados de rencores e inquietudes. Convengamos, desde luego –y eso nos lo echan en cara diariamente los extranjeros–, en que moramos en una nación decaída, desfalleciente, agobiada de deudas, empequeñecida territorial y moralmente, en espera angustiosa de mutilaciones irreparables.

Yo bien sé que catalanes y vascos consideran ilusorio tamaño peligro y hacen fervientes manifestaciones de su adhesión y amor a España. Y no se me oculta que lo mejor del pueblo vasco, catalán y de otras regiones, comparten tan nobles sentimientos. Pero ¿los comparten las masas fanáticas de las mismas y los avispados caciques que las sugestionan?

Hoy que vemos lo que vemos y oímos lo que oímos con la complicidad directa e impune de quien tiene la legitimidad del Gobierno, desde la postergación de la lengua común a la destrucción de la caja única de la Seguridad Social, desde nuevos diálogos con terroristas a acoso y derribo de formas culturales antiquísimas como los toros, el libro de Ramón y Cajal merece ser releído.

¿Qué qué solución daba Cajal para impedir este desafuero? No la fuerza, sino la inteligencia y la economía. Claro que no definió quién debía ser el sujeto político de tal estrategia. ¿Lo hay?

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