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José T. Raga

Me da que no le creyeron

Si por un lado hay unos llamados liberados que cobran de una empresa –privada o pública– sin trabajar para ella, habrá que crear una cuenta de compensación basada en que otros trabajen sin cobrar.

Quizá piensen ustedes que los que nos pronunciamos de modo no laudatorio para los dichos o fazañas del Gobierno es porque somos díscolos, antipatriotas o, simplemente, porque pertenecemos a una derecha cavernícola que no tolera que los partidos de la izquierda accedan a la función de gobernar. Espero sinceramente que así no sea, porque esto es lo que piensan los que gobiernan –cuando piensan algo–, y no quisiera incluirles a ustedes, amables e inteligentes lectores de este periódico digital, en el mismo saco que los que no gozan de sus atributos.

Cada día que por mor de las circunstancias aparece nuestro presidente o cualquiera de sus ministros en foros internacionales, ocupando tribunas, compartiendo ruedas de prensa o simplemente brindando en algún banquete, los españoles comenzamos a empequeñecer, la vergüenza nos invade y preferiríamos no haber nacido. Los más optimistas, entre los que por desgracia no me cuento, tratan de animar a los que nos sumimos en la desgracia con argumentos como que el ridículo lo hacen ellos y sólo ellos, por lo que no debería de preocuparnos.

Pero no, las cosas, yo al menos, no las veo así. Ellos son simples transeúntes de la política. Su vida política, también la otra, por mucho que se prolongue no deja de ser efímera y, aunque se crean dioses, no consiguen controlar ni el cómo ni el cuando se acabará lo que tanto les embriaga: el poder, aunque este se sublime en la necedad. En ocasiones pienso que estos personajes están ahí porque les hemos elegido, por lo que no tenemos razones para protestar; pudimos hacer otra cosa y, por no haberla hecho, ellos ostentan un poder que nunca tuvieron que detentar.

Pero bien, si lo hicimos mal, si elegimos a quien no debíamos, lógico es que lo purguemos con nuestro sacrificio; ahora bien, de ahí a sentir vergüenza de nuestra propia existencia, a experimentar visiblemente la mofa con la que nos trata ese mundo al que consideramos respetable, media un abismo. El castigo que estamos purgando por aquella mala decisión es excesivo, pues tampoco éramos conscientes de que la arrogancia gratuita de un personaje pudiera darse con tal abundancia como es el caso del Gobierno que soportamos.

El lunes pasado, el presidente ZP se hizo presente en Oslo y tomó la palabra para hablar de la creación de empleo, de la política española contra el paro, de la necesidad de establecer un nuevo concepto de desempleo, porque, según él, quien está en proceso de formación está realmente trabajando. Se gustaba tanto a sí mismo que se afanaba en incidir sobre la cuestión, tanto más cuanto más vacía era su argumentación. Yo, sinceramente, en esos momentos hubiera preferido que me hubiera tragado la tierra. Era demasiado oír a mi presidente –pues a la postre también es mi presidente, aunque me pese– argumentar sobre semejantes falacias. Parecía que los casi cinco millones de parados se resolvían con un simple cambio de criterio estadístico.

En estas circunstancias, el marchamo de España es contraproducente. Sería mejor que pensaran que es maltés –por decir algo, que nada tengo con los malteses salvo admiración–, o chipriota o, en fin, estonio, por irnos un poco más al norte. Aparecer como español en esos casos es francamente bochornoso para los que aquí estamos. A su vuelta no tuvo empacho en explicar con mayor detalle la cuestión: el que se está formando está trabajando para España. ¡Hombre, deje usted a España tranquila!

De no hacerlo así, las consecuencias son mucho peores. Porque si el que está formándose está trabajando para España, pero lo hace sin remuneración, es fácil concluir que está siendo sometido a la más vil de las explotaciones. Aunque tengo que reconocer que alguna lógica hay en la formulación. Si por un lado hay unos llamados liberados que cobran de una empresa –privada o pública– sin trabajar para ella, habrá que crear una cuenta de compensación basada en que otros trabajen sin cobrar. Aunque dudo de que el presidente estuviera pensado algo semejante; es demasiado pensar.

Tampoco sé si el presidente había hecho las nuevas cuentas del paro y en cuánto quedaba la tasa de desempleo con el fin de mostrar el éxito de su gestión. Yo, en su nombre, me he tomado la molestia de aplicar sus principios doctrinales, de manera muy somera, y en grandes cifras. Así, si pensamos que la población en proceso de formación, desde la preescolar a la universitaria, son aproximadamente 3,3 millones de alumnos que, en cuanto que se forman, están trabajando para España, y que los ocupados que no trabajan para España, pero sí que trabajan para otros –incluidas las administraciones públicas– ascienden, también en cifra aproximada, a los 18,9 millones de personas, resulta que el total de trabajadores para España y para la no España se sitúan en el entorno de los 22,2 millones de trabajadores.

Si relacionamos a estos trabajadores con la población activa en nuestra nación, que aproximadamente es de 23 millones de personas, concluimos, para gloria del presidente Zapatero, que la tasa de paro apenas alcanza el 3,5% de la población activa. Lo que significa que, teniendo en cuenta el llamado desempleo natural –que nunca podrá disminuir por razones estructurales–, cabe afirmar que la economía española está en pleno empleo, gracias a la sagacidad de un gobierno de izquierdas, que siempre se ha caracterizado por manipular bien eso de las cifras.

Que a este resultado llegásemos después de ese trabajo de alquimia estadística del ministro Corbacho, bien; uno lo sufre y a vivir que son dos días. Pero que semejantes principios se expongan en Oslo y ante personas serias es demasiado fuerte, hasta para los españoles que estamos acostumbrados a comulgar con ruedas de molino, aún no practicando religión alguna. Y aunque hoy haya decidido tomármelo así, la cosa no está para bromas. Las manifestaciones del presidente son una injuria para toda esa población que sufre el estigma del paro.

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