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José T. Raga

De contradictorios y contradicciones

Tras tanta reverencia a ese nuevo becerro de oro que llamamos Protocolo de Kyoto, ante el que ZP y su pléyade ministerial permanecen postrados, resulta que España será el país de la Unión Europea que más pagará por incumplir el reverenciado Protocolo.

La cuestión no puede tener más lógica. Si de chiquillos solo cabe esperar chiquilladas, y de chiflados sólo obtendremos chifladuras, de los que se contradicen a sí mismos, es decir, de los contradictorios, sólo pueden esperarse contradicciones. Aunque hablar de esto en la acción de Gobierno de la España de hoy es una redundancia. Lo malo es que nos marean demasiado con objetivos que nunca piensan cumplir, y presumen de logros que ni existen ni nunca estuvieron en sus mentes. Pagar impuestos para esto es un gesto de masoquismo por nuestra parte, a la vez que de sadismo por quienes nos los exigen.

El éxito de la contradicción está en el olvido, en la amnesia generalizada, pero este pueblo español tiene memoria generosa, sobre todo para aquello que más pueda molestar a quien trata de ultrajarle, de engañarle y de humillarle, creyéndole y haciéndole creer que no ha sido dotado de capacidad alguna para enjuiciar los problemas de la Nación. Esta capacidad está reservada al privilegio de los elegidos: miembros del Gobierno y de aquellos que, con olvido de su propia dignidad, pacen a diario de la providencia gubernamental. Una providencia que, no lo olvidemos, sufragamos los españoles como contribuyentes a un no se sabe qué ni para qué.

Es imposible traer aquí a colación el conjunto de contradicciones de nuestra política general y, muy particularmente, de nuestra política económica. Se diría que toda ella es una contradicción; lo fue en sus orígenes –hace ya más de seis años– y sigue siéndolo hoy, pues parece que no saben hacerlo de otro modo. ¿Es deliberada la contradicción? Yo creo que sí, y lo creo porque hoy quiero ser benevolente. Si no fuera así, no tendría más remedio que fundamentar la contradicción en el desconocimiento, la incapacidad, la torpeza y, lo que es más importante, la carencia de política que, al fin y a la postre, a lo mejor es la verdadera razón de todo, fuera de actitudes benevolentes.

Hoy, en ese marasmo en el que cada día resulta más difícil situarse, quisiera llevar a su recuerdo y consideración la política de un Zapatero ambientalista. Si, recuérdenlo, además de rojo y feminista era por aquel entonces el adalid del medio ambiente, el apóstol de la conservación de la naturaleza, el gran artífice del consorcio mundial llamado a garantizar la efectividad universal del Protocolo de Kyoto. España iba a ser el ejemplo de lo limpio, la envidia de la humanidad. Lo íbamos a hacer como ningún país siquiera lo había concebido: pues la aplicación de los objetivos de Kyoto en España no supondrían incremento de coste alguno en nuestra economía. Todo igual que estaba: crecimiento, estabilidad, pleno empleo y, además, todo más limpio. Algunas profecías de voces poco patrióticas, vaticinaron, como parecía lógico, que los que iban a estar más limpios íbamos a ser los españoles, como así parece haber sido.

Acólitos y sacristanes del zapaterismo se afanaron en distraer la atención de los sufridos españoles con proyectos que provocaban mofas cuando no sollozos, y siempre excitación por el conjunto de despropósitos que se urdían. De apostar por una energía nacional –para impedir la entrada de los alemanes– se pasó a vender la empresa nacional a la pública italiana, generándonos la enemistad de propios y extraños y ofreciendo a la sociedad un espectáculo de arbitrariedad que no lo hubiera deseado yo para el país más ignominioso. Pero se hizo, y todos –los que lo hicieron, claro está– tan contentos. Entradas, salidas, márgenes, y el Gobierno sacando pecho de haber hecho lo que convenía a la Nación, porque, por lo visto, nosotros no somos nación.

Haciendo gala de un izquierdismo inexistente, por arcaico, nuestro presidente apostó por el fin de la energía nuclear y por el impulso de las renovables, en cuanto que eran limpias, que era el objetivo Kyoto; como si la energía nuclear fuera una energía sucia. Pero su ideología de izquierda no le permitía hacer otra cosa; por lo visto los soviéticos, los chinos hijos de Mao, los coreanos del norte, etc. ocultan un derechismo conciliable con la energía nuclear.

El adalid de nuestra industria, el ministro Sebastián, tras haber pontificado durante un tiempo lo contrario, vio la luz, nunca mejor dicho, y comprendió que lo renovable era lo que correspondía a una nación moderna. Después acabaría protegiendo al carbón, porque aunque sucio, está fundamentalmente entre las cuencas de Asturias y de León, que aunque no es verdad que viera nacer a nuestro presidente, él dice que así fue. Yo no estaba allí, así que... además, qué más me da.

Como junto a lo limpio debía de ahorrarse en consumo energético, nuestro flamante ministro se compadeció de la industria china de producción de bombillas –lámparas para los más técnicos–, salvando su ejercicio económico mediante una importación masiva de aquel producto, que nadie sabe dónde está, ni cual ha sido la función que ha desempeñado, además de arreglar la economía de los chinos.

La limpieza alcanzaba también a las emisiones de CO2 de los vehículos, con lo que en ese mesianismo sin Dios que les caracteriza, Sebastián, con cargo a nuestros bolsillos, comenzó la cruzada pro-vehículo eléctrico, asignando dinero y más dinero para las multinacionales como si de proteger desvalidos se tratara. Pero todo sea por un aire más respirable, por un agua más limpia, por una Nación más envidiada, por una fidelidad a Kyoto.

Pero el discurso interior, o lo traducen mal al exterior o simplemente no convence a nadie de los escuchas y, tras tanta limpieza, tras tanta reverencia a ese nuevo becerro de oro que llamamos Protocolo de Kyoto, ante el que ZP y su pléyade ministerial permanecen postrados, resulta que España será el país de la Unión Europea que más pagará por incumplir el reverenciado Protocolo. Los excesos de las emisiones de CO2 nos van a costar a los españoles la friolera de una cifra próxima a los 650 millones de euros; y eso que íbamos a ser ejemplo y envidia de un medio limpio.

Y es que cuando no hay ideas, y menos aún organización, lo que abunda es la contradicción de unos con otros y, casi siempre, de uno consigo mismo; y ya saben ustedes que de los esencialmente contradictorios no puede esperarse otra cosa que contradicciones, aquello en lo que es tan fértil nuestro país.

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