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Antonio Sánchez-Gijón

Se pudo hacer más para prevenirlo

En contra de una opinión my extendida, el grado de conciencia e información de las comunidades de defensa e inteligencia de los Estados Unidos sobre las amenazas a la nación por medios terroristas era apreciable, aunque, no hace falta decirlo, gravemente insuficiente. Una de las cosas que ha fallado más notoriamente ha sido el interface entre esas comunidades y las diversas ramas del liderazgo político. Clinton creó el cargo de coordinador de los servicios de antierrorismo y protección de las infraestructuras vitales y de seguridad, pero no le dio, lamentablemente, las amplias facultades de que gozaba el zar contra la droga, quien disponía de ilimitado acceso al despacho oval, influencia sobre el departamento de Estado, disponibilidad de fondos y capacidad de formular programas del Consejo de Seguridad Nacional. Esta disparidad entre dos formas de lucha internacional ha resultado un caso de prioridades equivocadas.

Ello no quiere decir que el record del legislativo y ejecutivo en esta materia fueran inexistentes. En los últimos años se habían tomado medidas de gran alcance. En el presupuesto del 2000 se adjudicaron más de 10.000 millones de dólares a la lucha contra el terrorismo. En el 96, el presidente Clinton firmó la Anti-Terrorism and Effective Death Penalty Act, que convierte en delito federal varios tipos de actos terroristas, criminalizando la ayuda económica o material a los ejecutores del acto en sí. En 1979 se abrió la lista de estados que patrocinaban el terrorismo; se les aplicaron sanciones comerciales, tecnológicas, diplomáticas, etc. Algunos de los estados de la lista cesaron aparentemente su actividad hace pocos años (Siria y Libia, en particular); otros han seguido dando apoyo a grupos violentos de forma estentórea, como Sudán, mientras que Cuba, Corea del Norte e Iraq son culpables, por lo menos, de apoyar a grupos ideológicos notoriamente implicados, bajo la “honrosa” capa de apoyo a supuestos movimientos de liberación nacional.

Afganistán no figuraba en la lista de estados “sponsors” del terrorismo. Pakistán, que tampoco figura, se muestra sordo y ciego ante todo lo que se urde en Afganistán, y tiene en su territorio una fuerte implantación del terrorismo kachemir, también protegido por los afganos. Pakistán es un caso político y diplomático delicadísimo para Washington, por su calidad de potencia nuclear y por ser pieza clave del equilibrio del Sur de Asia. Por último, Irán manipula los grupos terroristas palestinos para desbaratar los planes de la autoridad nacional palestina y cualquier negociación entre Siria e Israel, estimulando asesinatos selectivos; existen muchas pruebas de su implicación en el ataque a la residencia de las fuerza aérea USA en Darhan, Arabía Saudí; se discute, sin embargo, la posibilidad de que haya una división sobre materia de terrorismo exterior entre el gobierno y los líderes político-religiosos supremos, los cuales controlan el servicio de inteligencia.

Si mantener un nivel alto de inteligencia sobre esos vastos espacios es tarea gigantesca, piénsese en lo que representa poner en pie un sistema de protección de los principales activos financieros, políticos e industriales en una sociedad abierta y confiada como la de los Estados Unidos. Eso no excusa, sin embargo, la falta de prevenciones y de previsión en la protección del World Trade Center, por no hablar del Pentágono. Los fallos en cuanto al primero son clamorosos. Un artículo en Survival, la revista del International Institute for Strategic Studies, de Steven Simon y Daniel Benjamin, describe con detalle la fijación de los grupos terroristas con ese símbolo del poderío norteamericano. Recuérdese el fracasado intento de bomba contra las torres del WTC y el túnel Lincoln de Nueva York, en 1992. Omar Abdel Raman, el jeque ciego que, siendo ya un terrorista conocido, se instaló en Estados Unidos para perpetrar esos atentados, pronunció esta profecía ante el tribunal que le juzgaba: que Dios deseaba la destrucción del “elevado mundo de sus edificios, de los que tan orgullosos se sienten (los americanos), y de los edificios en que se reúnen sus líderes. Quiera el altísimo facilitar que los creyentes penetren sus líneas, no importa cuán fuertes sean”. Simon y Banjamin calculaban que si el intento de aquel año se hubiera hecho con una bomba más potente, se habría producido la caída de una torre sobre la otra, con el resultado de veinte mil muertos. Esto se publicó casi año y medio antes de la mortal estocada.

Los terroristas no necesitaron bombas; sabían mucho de aviones. Gracias al descubrimiento accidental, en 1995, de la fábrica de bombas que un grupo islámico terrorista asociado con Osama Ben Laden tenía en Manila, se supo que proyectaban volar once aviones sobre el Pacífico, con un ingenioso plan de escape para los perpetradores. Tales propósitos pudieron producir engaño en la inteligencia norteamericana, pues el plan suponía el uso de explosivos dentro de los aparatos y excluía la muerte de los terroristas. Tal plan nos parece hoy alambicado y de dudosa eficacia, en comparación con la simiplicidad y productividad de los ataques del 11 de septiembre. El elemento que les faltaba a los patronos era la indoctrinación fanática de los terroristas vocada al suicidio, y ya han recogido la cosecha. Como es de suponer, hay muchos más que esperan la gloriosa hora del martirio.

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