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Wikileaks y el mundo en que vivimos

Un vándalo con disfraz de cruzado moral, ha dicho un comentarista. Si la cara es el espejo del alma, estremecen las viciosas psicopatías que la suya revela.

De los 250.000 telegramas diplomáticos filtrados, la mitad no estaban clasificados y ninguno lo estaba como alto secreto. Pero ni uno sólo estaba destinado a la publicidad y el funcionario que los robó ha cometido un gravísimo delito, no ya contra los intereses nacionales americanos, sino contra la estabilidad mundial, cuyos delicados problemas han recibido un importante vapuleo.

Por mucho que la indignación se focalice en el abominable Assange, la madre del envenenado cordero está en quien tiene acceso a los datos y los difunde. Las revelaciones ponen de manifiesto las dificultades que entraña la moderna tecnología para mantener secretos. Por supuesto, eso no ha pasado en otros países, luego el sistema americano –con sus virtudes y deficiencias– mucho tiene que ver, pero lo cierto es que cuando se trata de textos archivados informáticamente –centenares de miles cuyo transporte en papel requeriría camiones– pueden ocupar un número reducido de gigas y caber en un pequeño dispositivo de memoria que es facilísimo sacar de donde nunca debería haber salido. Ahí es donde hay que atajarlo, porque una vez fuera lo de menos es que exista un sitio web especializado en airearlos a los cuatro vientos, porque hay miles y la difusión es imparable.

Así pues, el "caso Wikileaks" debe tener como consecuencia una revisión profunda de los sistemas de seguridad en el acceso y copiado de información oficial reservada, sea o no secreta. Porque lo cierto es que al parecer hasta ahora están a merced de la actuación individual de un soldado, un administrativo o un informático de bajo nivel.

En cuanto a las revelaciones de poca monta pero muy irritantes, es más importante el hecho mismo que el contenido. No existe hecho sin contenido, pero lo grave es la ruptura de la confidencialidad aunque el objeto de la misma sea un puro cotilleo o la mera constatación de algo archisabido. Por eso se ha dicho que la fruición de los medios y el público con el evento es un caso de voyerismo político, innecesaria y perjudicialmente mortificante para quien ha sido pillado con los calzones bajados. Una cosa es que sepamos que hay hipócritas incoherencias ideológicas en la política exterior de Zapatero y Moratinos y otra que queden demostradas documentalmente. En el delirante intento de meterle el dedo en el ojo a los Estados Unidos en plena guerra por la desgraciada y manifiestamente fortuita muerte del periodista Couso, más vale que nuestros gobernantes se hayan tragado su irresponsable retórica. Ni los chinos siguieron adelante con el caso del increíble error del bombardeo de su embajada en Belgrado, a pesar de la cínica explotación interna que hicieron del incidente.

El ególatra Assange se pretende salvador del mundo desvelando la rapacidad americana, pero lo único que hace es satisfacer su sed de notoriedad y su odio nihilista a todo lo que significa Occidente, su democracia liberal y su economía de libre mercado. Un vándalo con disfraz de cruzado moral, ha dicho un comentarista. Si la cara es el espejo del alma, estremecen las viciosas psicopatías que la suya revela.

Lo que de verdad ponen de manifiesto las filtraciones es que los diplomáticos americanos no son meros agentes de viajes oficiales sino que trabajan con denuedo por resolver graves problemas que amenazan a la paz en el mundo, esforzándose por extraer de los actores regionales, e incluso de aliados que se supone que se las deban por contrato, colaboraciones que con frecuencia se les tacañean egoísta y mezquinamente, porque a pesar de sus presiones e incentivos carecen por completo de imaginarios poderes imperiales para imponer sus soluciones preferidas o simplemente necesarias. Pero tampoco este lado positivo del infame atentado contra la honestidad diplomática tiene nada de nuevo y no alcanza a compensar los males causados.

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