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Florentino Portero

Mentir sale gratis

Los nuestros mienten con descaro y los de tierras afectas a la Reforma hacen gala de una hipocresía que revuelve el estómago al más cínico de los comensales. En democracia, para bien o para mal, los políticos son expresión de la sociedad que los vio nacer

Un amable lector me pide que trate de explicar por qué en unos países la mentira tiene un coste político y en otros no; por qué, a fin de cuentas, en España los políticos mienten sin límite ni pudor y no pasa nada. Sin querer meterme en honduras sociológicas o antropológicas me atrevo a apuntar algún argumento que nos puede ayudar a entender cómo hemos llegado a la penosa situación en la que nos encontramos.

España es una democracia, con todo lo que ello implica. Los ciudadanos tienen la última palabra, por lo que la política se convierte en un ejercicio de comunicación entre los partidos y la ciudadanía. Los responsable políticos construyen un discurso en función de los intereses, valores y sentimientos de su potencial electorado. Cada segmento tiene sus características, del mismo modo que cada nación tiene su peculiar y exclusiva "cultura" política porque, por muy europeos que todos seamos, la política italiana no se desarrolla en los mismos términos que la francesa, ni ésta que la británica... En democracia la política es una expresión "cultural" más, en el sentido que a esta palabra le dan los antropólogos.

La mentira se vive de forma muy distinta en el mundo católico, donde siempre estamos a tiempo de arrepentirnos y confesarnos, que en el protestante, donde lavar nuestro expediente no resulta tan fácil. La historia cuenta, como cuenta la educación y siglos de convivencia en torno a unos valores determinados. En España mucha gente miente y eso no se vive como un problema sino como un mecanismo, más o menos legítimo, de defender intereses personales o corporativos. Cuando un partido político prepara un programa electoral se da por descontado que nadie se lo va a leer, ni siquiera aquellos cuyos nombres aparecen en la papeleta.

En España los políticos mienten porque son españoles, como españoles y mentirosos son sus electores. No es verdad que los españoles se escandalizan porque sus políticos les engañan. Rodríguez Zapatero lo hizo durante su primera legislatura sobre la negociación con ETA y no le supuso coste político alguno, negó la existencia de la crisis económica durante la campaña electoral y aún así once millones de electores le refrendaron su confianza. ¿No ha expresado el PP su rechazo a la reforma, léase reducción, de las pensiones cuando es perfectamente consciente de que en el caso de llegar al poder le tocará hacerlo?

Los españoles denuncian indignados que se les miente sólo cuando la mentira va unida a un daño a sus intereses. Algo semejante podemos decir de la corrupción, compañera de viaje de la mentira, que el español disculpa porque, si pudiera, quizás haría lo que supone que el político hace, pero que critica cuando va unida a la incompetencia en la gestión de los asuntos públicos.

¿No es acaso Pérez Rubalcaba el político más admirado por la izquierda precisamente porque es quien más y mejor miente de entre los suyos? ¿No se lamenta la derecha por no contar en sus filas con alguna joyita de similares condiciones?

Es verdad que en todas partes cuecen habas, pero así como los hermosos judiones que crecen a orillas del bravo Eresma no son iguales que las deliciosas fabes que nacen en los suaves prados asturianos, los políticos de cada país reflejan las características de la sociedad que los elige y patea. Los nuestros mienten con descaro y los de tierras afectas a la Reforma hacen gala de una hipocresía que revuelve el estómago al más cínico de los comensales. En democracia, para bien o para mal, los políticos son expresión de la sociedad que los vio nacer. De ahí la vieja sentencia de que cada nación tiene los políticos que se merece.

Espero haber respondido a mi amable lector, aunque dudo mucho que este artículo le haya levantado el ánimo.

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