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José García Domínguez

Más allá de Wikileaks

Tantas horas perdidas leyendo a Marx, a Simmel, a Popper... y resulta que quien en verdad había entendido el nuevo paradigma era Nicole Kidman: "Oye, egocéntrico infantil, el control es una ilusión. ¡Nadie controla nada!".

Un individuo privado, Ben Laden, es capaz de desafiar al Estado más poderoso de la Tierra. Otro particular, George Soros, decide devaluar la libra esterlina. Un diletante sentado frente a la pantalla de su portátil, ese Julian Assange, se revela más letal que todos los servicios secretos del mundo juntos. Tantas horas perdidas leyendo a Marx, a Simmel, a Popper... y resulta que quien en verdad había entendido el nuevo paradigma era Nicole Kidman. Aquella criatura soberbia que le gritaba con clarividente lucidez al siempre obtuso Tom Cruise en Días de trueno: "Oye, egocéntrico infantil, el control es una ilusión. ¡Nadie controla nada!".

Y es que quizá podamos sonreír ante la definitiva vulgaridad de esos cables diplomáticos de Wikileaks, prosaicos chascarrillos de comadres que dignifican el discurso canónico de Belén Esteban y Leire Pajín, muy superior en forma y fondo. Igual que podremos añorar la elegancia difunta del Grand Siècle, la que envuelve las confidencias desveladas en los papeles privados de Chateaubriand, o en los del Duque de Saint Simon. Podemos, sí, ocultar tras un muro de ironía nuestra absoluta perplejidad. Aunque, por mucho que tratemos de esconderlo, no podremos dejar de ser hijos de la Guerra Fría, cuando, a pesar de todo, el Universo aún semejaba un lugar predecible; un sitio donde, más allá de la eterna querella entre la libertad y la igualdad, de las voluntades imperiales y del equilibrio del terror, los dos bloques, cada uno a su modo, lograban conjurar el caos.

De ahí las metáforas mecanicistas que rigen los modelos mentales que todavía los sobreviven. Esas donde las sociedades se quieren grandes ingenios técnicos provistos de un tablero de mandos desde el que cada palanca acciona las causas que desencadenarán los efectos deseados. Antítesis perfecta de la complejidad heteróclita que emergió al tiempo que caía el Muro y se desbocaban, imparables, globalización y cambio tecnológico. Tantas horas perdidas leyendo a Berlin, a Aron, a Finkielkraut... y resulta que quien andaba en la verdad era Jacques Séguéla, aquel genio del marketing que hizo pasar por un estadista a Mitterrand limándole los colmillos de vampiro que tanto lo delataban. Todo, antes de revelar al común aquel su memorable aforismo: "El secreto mejor guardado del Poder es que no existe".

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