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Serafín Fanjul

Vuelven los almorávides

Nuestra legislación, normas administrativas y hábitos sociales ni pueden ni deben amilanarse ante abusos y majaderías. O dicho de otro modo: ¿por qué se admitió a trámite una denuncia tan surrealista?

La señora mamá del niño contestón y moro de La Línea de la Concepción se llama Jadiya Mrabet y no es que pretendamos encontrar una premonición en el nombre de esta mujer, pero Jadiya fue la primera esposa de Mahoma (y tía) y Mrabet es la forma vulgar marroquí de murabit (almorávide, en español), es decir, los que pelean por el islam en las fronteras, bien fortificados en un ribat. Mas dejemos las filologías y las casualidades por simbólicas que sean y recordemos que las invasiones africanas de los siglos XI y XII (almorávides, almohades) amén de derribar a los corruptos y divididos régulos de las taifas andalusíes, trajeron oleadas de barbarie e integrismo –digamos, para entendernos– y estuvieron cerca de dar al traste con la Reconquista, lo cual hoy en día no podríamos ni lamentar, porque ni nos percataríamos de lo que habíamos perdido al no tenerlo jamás.

En nuestros días, las invasiones se llevan a cabo con métodos más sofisticados y menos espectaculares, aunque tampoco falten ni se excluyan a medio plazo los procedimientos tradicionales de ocupación y degollina, según las latitudes y las circunstancias. En nuestro caso, la inserción, aparentemente pacífica, de poblaciones extrañas (no sólo musulmanes) viene promovida y avalada por intereses económicos locales que no ven más allá de la ganancia inmediata, sin importarles una higa el conflicto que a largo plazo dejan a los países receptores. Fue el caso de la inicua trata de esclavos hacia América en otros tiempos y es también el de Europa –con formas suavizadas, desde luego– que llega a rizar el rizo de la pudibundez eufemística en el término alemán Gasterarbeiter (trabajador invitado). Pero, ojo, que aquí tenemos a Rodríguez y Caldera para bendecir y promover una inmigración de cualquier manera, que hace malvivir a los inmigrantes, de momento (aunque estén a años luz en bienestar respecto a sus países) y crea gravísimos choques para un futuro que ya tenemos aquí.

Hace tiempo que venimos anunciando, advirtiendo y –por desgracia– enumerando ya los incidentes en la relación cotidiana que, de modo inevitable, se iban a producir en cuanto creciera la población inmigrante islámica; como ya decíamos, no por alarde de profetas y estrelleros –esto lo ve cualquiera con alguna información y dotes normales de discernimiento– sino por evitar a nuestro país las tensiones que ya sufren otras naciones europeas. Seguramente, fueron muy suculentos los negocios (acá y allá) que trincaron políticos y empresarios catalanes importando cuatrocientos mil marroquíes, auspiciados por la Generalidad que, de paso, eludía admitir hispanoamericanos, su pánico. Pero eso, sin escapatoria, tiene un precio que se paga en deterioro de la convivencia y la estabilidad, como perfectamente saben los antropólogos sin regalías en lo políticamente correcto, por ejemplo Marvin Harris: toda comunidad –no sólo los musulmanes– endogámica y cerrada sobre sí misma tiende a constituir ghettos, aislándose de la población mayoritaria. Así, a la automarginación sigue la marginación, en un viciosísimo círculo salpimentado con incidentes de mayor o menor gravedad, incluidos lances tan ridículos como "La increíble y triste historia del jamón de La Línea de la Concepción".

Y no abundaré en los comentarios, casi todos acertados y que suscribo, de lectores de Libertad Digital o de otros analistas, en torno al nene, la mamá y los denostados perniles, pero algo hemos de ver con claridad: nuestra legislación, normas administrativas y hábitos sociales ni pueden ni deben amilanarse ante abusos y majaderías. O dicho de otro modo: ¿por qué se admitió a trámite una denuncia tan surrealista?

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