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Ignacio Moncada

¿Nos prohibirán fumar en casa?

Después de permitir que el Estado entre a prohibir a su antojo en nuestras propiedades privadas, por mucho que haya gente invitada a entrar en ellas, no existe ningún motivo para que no nos prohíban fumar en nuestras casas.

El prohibicionismo es algo que a los gobiernos les provoca un inmenso placer. Los políticos llegan, incluso, a la excitación cuando entra en vigor alguna prohibición, cuando recortan un poco más la libertad individual. Tal placer no se debe únicamente a la sensación de poder que debe sentir quien decide qué se hace y qué no, situándose por un momento en el lugar de quien traza la división entre el bien y el mal. Es que además la gente suele acoger con entusiasmo las prohibiciones de actividades que no les agradan, les afecte o no. Por eso no es de extrañar que la recién estrenada ley que amplía la gama de situaciones en las que el tabaco queda prohibido haya provocado el aplauso de muchos ciudadanos, y un nuevo calentón a la clase política.

Conste que el asunto en cuestión, el consumo de tabaco, es mucho más complicado de tratar que la media de las materias cuya prohibición se somete a debate. El problema no radica, como argumenta mucha gente, en que fumar sea nocivo para la salud. Con independencia de que así sea, cada uno tiene derecho a hacer con su cuerpo lo que le venga en gana. Ese argumento, de hecho, también valdría para prohibir el alcohol o el alpinismo, cosa que aún no está en las agendas de los políticos. Tampoco radica, como otros dicen, en que suponga un coste para la sanidad estatal. En primer lugar porque no es verdad, como de forma algo macabra demostró en su día The Economist, ya que aunque se gasta más en tratamientos, se ahorra en pensiones. Pero sobre todo porque no es de recibo ponerle un precio a la libertad.

En resumen, no se trata de defender la libertad del fumador, sino de trazar una línea que resuelva de la mejor manera posible el conflicto entre la libertad del fumador y la del que no quiere que le fumen. No es fácil. Pero el Gobierno, al igual que han procedido la gran mayoría de sus homólogos en otros países, no han querido pararse a pensar en el conflicto de fondo, y han preferido demoler la libertad del no fumador para darle un gustazo al no fumador.

El problema de fondo, como en la mayoría de los conflictos sociales, reside en una cuestión de respeto a la propiedad privada. El dueño de cada bar, o los socios de cada club, deben tener la potestad de decidir si quieren o no quieren humos en sus propiedades. Cada consumidor, a su vez, debe tener plena libertad para decidir en qué bar quiere tomarse una copa y fumarse un puro, y en cuáles no quiere entrar para no salir atufado. Y es que después de permitir que el Estado entre a prohibir a su antojo en nuestras propiedades privadas, por mucho que haya gente invitada a entrar en ellas, no existe ningún motivo para que no nos prohíban fumar en nuestras casas. Al fin y a cabo, también en ellas, espacios cerrados, pueden convivir fumadores y no fumadores. ¿Nos prohibirán fumar en casa?

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