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Eva Miquel Subías

Sin "Papi" no hay paraíso

De lo que se trata en el fondo es que la persona que ostenta el principal cargo al que se puede aspirar en tu país, con el orgullo y responsabilidad que ello conlleva, deba mostrar públicamente un cierto decoro.

Queda bastante probado que una de las cuestiones que más impactan de forma negativa en el votante es que un determinado candidato o cargo institucional pueda tener responsabilidad directa en un asunto de corrupción. Añadiría, además, que el ciudadano no suele acoger bien las tensiones y disputas internas en una formación política y que éstas vean la luz de manera reiterada.

En España son estos los motivos que menos gustan a los electores. En cuanto a los asuntos de faldas o pantalones, escarceos diversos y canas al aire, interesa menos, más allá del cierto morbo que pueda tener dependiendo del interés que despierten sus protagonistas. El cotilleo de toda la vida, vamos. Pero tampoco sabemos cómo reaccionaríamos los españoles si estuviéramos asistiendo al culebrón berlusconiano de estos días.

Veamos. La Fiscalía de Milán lleva investigando desde hace meses a Silvio Berlusconi por una posible incitación a la prostitución, con el agravante de que por lo menos una de las protagonistas asiduas a las fiestas en su mansión de Arcore era una joven marroquí de 16 años, cuyo nombre "artístico" responde al de Ruby Robacorazones. La muchacha, que acaba de cumplir 18 añitos pero más larga que la Collada de Tossa está siendo portada de los principales medios de comunicación y posiblemente carne de cañón para próximos realities.

Al parecer –y siempre según filtraciones del calentito dossier que está en manos de la Fiscalía– el primer mandatario italiano organizaba unos saraos de aúpa, con la inestimable ayuda de su higienista dental y actual consejera de La Lombardia, quien tenía la labor de reclutar a jovencitas para que bailaran vestidas de enfermeras –¿por qué tendrá tanto morbo el uniforme de enfermera a la vista de tantos hombres?– o de policías alrededor de una barra metálica, al tiempo que entraban en una competición para ser la o las elegidas por Il Cavaliere esa noche. Con la luz del alba, según parece, regresaban a sus casas con suculentos sobres y restos de carmín bajo el brazo.

Les voy a confesar algo. He tenido y de hecho, sigo teniendo, algún que otro conflicto interno al respecto de estos hechos. Es decir, más allá de la razón estrictamente personal y parcial sobre la grimilla que me pueda provocar el personaje, se me plantea desde una óptica estrictamente liberal si el hecho es condenable o no, dejando las consideraciones morales al margen. Me reservo también mi opinión como mujer al respecto del concepto que éste demuestra tener de todas ellas.

Quiero decir. Si la casa es de propiedad privada, si la compañía o compañías han elegido libremente danzar a su antojo y decidir por sí solas qué hacer con sus cuerpos, iniciando un camino de complicado retorno e incierto final, pero libremente escogido, al fin y al cabo, ¿deberíamos censurarlo por tratarse del presidente de una nación?

Está claro lo que hubiera ocurrido en cualquier país de influencia anglosajona, además de considerarle –según Wikileaks– como alguien inconsistente y de escasos cimientos. Pero, en el arco mediterráneo, donde las pasiones incontroladas de políticos se han visto siempre con otros ojos, ¿cómo lo planteamos? Atrás quedó y sobrevivió al impacto de las primeras cuarenta y ocho horas la incorporación de varias velinas a las listas electorales de la formación política que lidera Berlusconi para concurrir a las elecciones europeas. Nadie volvió a hablar de tan espinosa cuestión.

La Conferencia del Episcopado Italiano ha tenido, obviamente, que salir al paso de este asunto a través de su diario Avvenire, apuntando que "la sola idea que el hombre que se ubica a la cabeza de todas las instituciones italianas esté implicado en historias de prostitución –peor aún, prostitución con una menor– es dolorosa y preocupante".

Y ahí es donde quería una llegar. Al respeto institucional. Porque, al fin y al cabo, de lo que se trata en el fondo es que la persona que ostenta el principal cargo al que se puede aspirar en tu país, con el orgullo y responsabilidad que ello conlleva, deba mostrar públicamente un cierto decoro y unas actitudes que puedan entrar en una estandarización de lo que podríamos denominar buen gusto. O mejor aún, buen hacer.

No se trata de actuar como si de una empresa se tratara y al frente de la cual puedas actuar atendiendo a tu único criterio. No se trata, pues, de poder o no poder, sino de deber. Lo que un buen gobernante que se precie, deba o no deba hacer, deba o no deba comportarse de cierta manera. Y tampoco creo que a la bella Italia le convenga, en aras de mejorar su imagen después de que año tras año descienda posiciones en el ránking de Transparencia Internacional con respecto a la percepción de la corrupción, plantearse si este tipo de comportamientos son tolerables o no.

Y tampoco caer, por cierto, por parte de periodistas y colegas políticos, en un corporativismo supuestamente ideológico, puesto que incurriríamos en un sectarismo tantas veces y justamente criticado.

En fin, que no me gustaría que los destinos de mi nación estuvieran en manos de un tipo así, para qué les voy a engañar. Así que coñas, las justas. Prefiero, para ello, cualquier capítulo de cualquier serie donde tampoco se da ningún ejemplo ni a las jovencitas ni a los hombres supuestamente poderosos de cómo comportarse, pero al fin y al cabo, se trata de ficción y la puedes o no seleccionar. Aunque ya sabemos que la realidad siempre supera irremediablemente a ésta.

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