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Antonio Robles

A pesar de la mirada occidental

Suponer que el fruto de esta apuesta por la libertad cimente democracias occidentales y no movimientos islámicos difícilmente compatibles con ella es mucho suponer.

Los acontecimientos se propagan como un incendio, la esperanza crece, la incertidumbre también. La mirada de Occidente jalea la revolución de Facebook y Twitter, torna al romanticismo revolucionario desde la comodidad de nuestros salones virtuales, cómodos y, sobre todo, seguros. ¡Es tan fácil creer en la libertad!

Por doquier se hacen cábalas, se aplican juicios occidentales a sociedades sin experiencia democrática. Todos se sienten legitimados para predecir cambios irreversibles hacia ella. Pero ni la ansiedad de Occidente por reducir la realidad al tiempo de una película digital, ni la engañosa rapidez de internet cuentan con la resistencia al cambio de comportamientos sociales asumidos como culturgenes, más cercanos al Medievo que a la Ilustración. Y no es un detalle sin importancia. Después de la descolonización desaparecieron los tiranos, pero no la tiranía; es más, esta vez la tiranía era dirigida por tiranos autóctonos sin reglas.

Es legítimo el entusiasmo adolescente por acariciar la ilusión de cambiar el mapa de las dictaduras por las democracias con la misma facilidad que las propagamos por internet, pero también iluso. En la década de los setenta, la sociedad romántica de Occidente apoyó e hizo lo imposible por derrocar al sha de Persia, Mohamad Reza Pahleví. Un tirano apoyado por EEUU y fiel defensor de los intereses occidentales en Oriente Medio. El petróleo, siempre el petróleo. Quien fuera el destinado para ocupar la teocracia de irán en 1979 después de destronar al sha de Persia, me refiero al imán chiita, Ayatolá Jomeini, vivía en el exilio francés como un héroe.

No tuvimos que esperar años: a los dos meses, la revolución islámica ya había colgado de los postes de la luz a miles de demócratas y a todo vestigio laico o ilustrado. Occidente comprobó horrorizado el cambio. Había ganado en buena conciencia y había empeorado en todo lo demás.

En los años 90, un baño de sangre cubrió Argelia. La reciente estrenada democracia al modo occidental le había dado un año antes el triunfo electoral al FIS (el Frente Islámico de Salvación). Este partido, dominado mayoritariamente por los safalistas, aspiraba a crear un Estado islámico donde la democracia debería desaparecer. Occidente se despreocupó del purismo democrático y vio con alivio el golpe militar contra él. El cinismo, como el petróleo, de nuevo.

Y todo eso ocurría antes de que el radicalismo islámico que derribó las Torres gemelas de Al-Qaeda el 11-S de 2001 se hubiera apoderado de países como Afganistán y hubiera alimentado buena parte del resentimiento contra occidente de radicales en todos los países con religión musulmana.

Saber si estas revoluciones en cadena son reales y no sólo virtuales será cuestión de días. Lo sabremos enseguida, pero suponer que el fruto de esta apuesta por la libertad cimente democracias occidentales y no movimientos islámicos difícilmente compatibles con ella es mucho suponer. Hoy los defensores de las democracias laicas e ilustradas en Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Yemen, Siria o Palestina son los que detentan el poder económico o tienen una formación ilustrada al modo occidental. Quienes acabarán muriendo por derrocar a estos regímenes conchabados con Occidente son los desposeídos, los desesperados, los que tienen dificultades para comprar pan todos los días... y los iluminados. Y a estos los aglutinan hoy los islaministas más radicales. Es la hipótesis peor, pero es una hipótesis posible.

En Occidente tardamos siglos en asumir la tolerancia religiosa y aprender a respetar las ideas políticas. Aunque internet vaya a la velocidad de la luz, el alma de los hombres lo hace con la lentitud con que desaparecen las generaciones enquistadas en el pasado. La tolerancia se enseña, pero sobre todo se practica. Una y otra cosa deberá ser cultivada. Armémonos de paciencia.

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