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José T. Raga

Medidas y desmedidas

Es el poder no reglado, aquel que más gusta al político, el terreno más propicio para la corrupción, a la vez que en ese escenario tampoco hay espacio para la actividad empresarial.

No tiene solución. Es imposible esperar un desenvolvimiento armónico de la economía cuando las mentes que se empeñan en regularla son un desbarajuste, sin orden ni concierto. Hemos repetido hasta la saciedad que la actividad económica, la real, esa que se expresa a través de la producción de bienes y servicios, se desarrolla basada en previsiones a medio y largo plazo. Las inversiones, aquellas que crean riqueza, las llamadas a configurar el equipo capital futuro en el que se fundamentará la mayor productividad del trabajo, requieren un tiempo largo de recuperación de la cuantía invertida, pues lo harán a través de pequeñas porciones del precio final del bien o del servicio producido.

Ya sé que la degeneración del lenguaje nos han llevado a llamar inversiones a lo que en el ámbito económico no merece tal nombre más que en muy contadas excepciones: las inversiones financieras. Me refiero a la compra de títulos en circulación, bien de renta fija o de renta variable. En la Economía, esa llamada inversión carece de tal merecimiento, porque no crea nada sino que se limita a cambiar de manos los papeles representativos de tales aportaciones. Lo que uno invierte es igual a lo que otro está desinvirtiendo. Por lo tanto, el resultado para la economía es cero.

Pues bien, los otros, los inversores de verdad, aquellos artífices de la creación de capital, de puestos de trabajo, de renta y de riqueza, precisan para su actuación un marco estable en lo jurídico, en lo político y en lo social. La perturbación de esas referencias, su alteración constante, desconcierta a los agentes económicos y les retrae en sus decisiones.

El decisor económico, tanto empresario como consumidor, exige sosiego, serenidad y garantías. Su capacidad de asumir riesgos es máxima cuando se sitúan en el mercado, sin embargo no están preparados para ello cuando son riesgos políticos, jurídicos o sociales; en estos casos sólo caben actividades especulativas de beneficio rápido, trasladando su resultado a países más seguros. La misma situación se produce en casos de corrupción política generalizada, cuando la economía está muy regulada; al fin y al cabo no es imaginable una corrupción semejante en países de economías libres con poca intervención discrecional.

Es el poder no reglado, aquel que más gusta al político, el terreno más propicio para la corrupción, a la vez que en ese escenario tampoco hay espacio para la actividad empresarial, pues lo que se requiere es la relación personal o de intereses, con quien detenta el poder, aunque tenga que compartir con la autoridad el beneficio obtenido. Como en el caso anterior, la corrupción despierta ansias de beneficio rápido, porque está condicionado por la permanencia en el poder del corrupto.

Piensen, por ejemplo, en la razón de ser de la extrema pobreza del continente africano; una región de grandes riquezas naturales y, sin embargo, carentes de lo más imprescindible para la vida humana. La gran pobreza de África es la carencia de gobernantes honestos, la carencia de estructuras estables de poder, la garantía del respeto a los derechos humanos, la eficacia de una justicia independiente y un sistema político basado en la división de poderes.

Dirán ustedes que para qué me he metido hoy en este jardín, que parece más una lección teórica de un manual que una reflexión del mundo real en el que vivimos. En mi opinión, conviene mirarnos hacia dentro, porque en la España de hoy no estamos tan lejos de aquellas situaciones adversas para las decisiones creativas de riqueza y de bienestar: la corrupción política empieza a darse de forma muy generalizada, con abusos sangrantes ante los que la sociedad se siente indefensa; una indefensión que viene determinada por un déficit del estado de derecho, el cual vive escandalizado por la aleatoriedad de las decisiones judiciales –hasta el punto de que las sentencias se viven como simples hechos fortuitos–, por la más aleatoria actividad del Ministerio Público –garante constitucional de la sociedad, frente a los que la agreden– y por un poder legislativo que, lejos de representar como tal al pueblo español, es simple ejecutor de la voluntad del poder ejecutivo y de sus pactos, de quien tendría que sentirse independiente para que el sistema pudiera considerarse una verdadera democracia.

Por otro lado, el marco de referencia en el que se sitúa la actividad económica no puede ser más efímero. El presidente del Gobierno va y viene a gran rapidez –es lo único que hace rápido–. Pasa de desterrar la energía nuclear a apostar por ella; apuesta por las renovables, subvencionando la eólica y la fotovoltaica, para poco después eliminar aquellas subvenciones; limita el endeudamiento de las comunidades autónomas y se arrepiente antes de las veinticuatro horas; presume del sistema financiero más sólido del mundo para poner a continuación una argolla al cuello de cajas y bancos, exigiendo un aumento sustancial de recursos propios, para garantizar su solvencia, aunque días después la vicepresidenta económica anuncie que suavizará esta medida.

Todo eso es lo contrario a lo que necesita la recuperación de una economía que ha entrado en dificultades por la torpeza de una regulación –no se olvide que el sector financiero es el más regulado de la economía– y, lo que es peor, que la regulación tampoco se ha cumplido, porque el órgano supervisor estaba dormido o no quería molestar a los supervisados. Las medidas y desmedidas son el enemigo público del pueblo español y el presidente ZP y su Gobierno está ensañándose en ese ejercicio. 

El porqué de ese tráfico de idas y venidas parece situarse en la profesión una ideología sin ideas. Esa ideología de la que presume el presidente Zapatero, que no es de izquierdas, porque países tan de izquierdas como la Unión Soviética o la República Popular China, o tan laicos como Francia o como Alemania –no me atrevo a mencionar a Estados Unidos, aunque sea el de Obama–, no discuten la energía nuclear, disponiendo de múltiples instalaciones de este tipo. ¿Por qué Zapatero la rechaza? Simplemente porque su ideología no está homologada, es una ideología vacía de ideas, es una simple quimera que está dañando de muerte a nuestra nación.

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