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Gina Montaner

Jaque a la censura

Los gobiernos, incluido el de Estados Unidos, ahora empeñado en perseguir criminalmente a Julian Assange y su Wikileaks, no descansan en su afán por controlar el flujo de información que no les conviene a sus intereses.

He tardado en comprender el alcance de las redes sociales cuando se emplean para algo más que los chismes de patio de vecindad. Si los indiscutibles atractivos de Facebook se me escapan (demasiada promiscuidad compartida en el escaparate global), los trinos del pájaro azul de Twitter han acabado por convencerme de que pueden ser muy útiles para diseminar información rápida y concisa.

Ahí están los tuiteos urgentes de Yoani Sánchez y la tribu de blogueros que desde Cuba cada día procuran sortear la estrecha vigilancia de los policías cibernéticos, cuya misión es cortarle las alas al dulce pájaro de una juventud que anhela cambios; y lo que finalmente me reconcilió con las redes sociales y su capacidad de convocatoria frente a las dictaduras fue escuchar al egipcio Wael Ghomin relatar desde El Cairo el papel que han jugado en su país Facebook, Twitter y los SMS a la hora de aglutinar y animar a la gente a manifestarse. Es verdad que hay escépticos como el autor Malcolm Gladwell en Estados Unidos y el periodista bielorruso Evgeney Morazov, quienes afirman que se está sobrestimando la fuerza de estas redes para echar abajo regímenes autoritarios. Lo cierto es que, como en el caso de China, Cuba o Irán, estos gobiernos intentan ejercer el control de la disidencia valiéndose, precisamente, de la vulnerabilidad de unos medios que están a la vista de todos y que pueden ser "penetrados". No es casualidad que en Cuba y China están invirtiendo millones en centralizar el acceso a internet y las telefonías móviles. Es la única forma de seguir de cerca un movimiento escurridizo y virtual.

Bien. Los gobiernos, incluido el de Estados Unidos, ahora empeñado en perseguir criminalmente a Julian Assange y su Wikileaks, no descansan en su afán por controlar el flujo de información que no les conviene a sus intereses. Y es en este ajedrez donde, por un lado, el poder mueve sus fichas y en el otro extremo, los ciberutópicos (así los califica Morazov en su libro El engaño de la red) mueven las suyas. De lo que se trata es de darle jaque mate al otro antes de que elimine tus caballos de batalla. Así ha sucedido en Egipto, donde, cuando Mubarak entendió que la rebelión iba en serio, el pasado 28 de enero los genios informáticos al servicio de la represión consiguieron activar un Kill switch que interrumpió temporalmente el acceso a internet. Fueron cinco días en los que los jóvenes no pudieron tuitear ni "colgar" en el muro de Facebook invitaciones a protestas. Al fin, gracias al ingenio y la solidaridad de los internautas que se movieron como anguilas en busca de alternativas tecnológicas, la luz se hizo de nuevo en el ciberespacio. Lo demás es historia. El que fuera hombre fuerte durante tres décadas hoy se lame las heridas de la derrota a orillas del Mar Rojo.

Toda revolución tiene su contrarrevolución. Si desde la jefatura se hacen con un Kill switch o modos de (contra) hackear a los díscolos hackers que operan al estilo de la Lisbeth Salander del novelista Stieg Larson, éstos, a su vez, no se dejan comer el terreno. Un profesor de la Universidad de Columbia, en Nueva York, está sacando adelante el Freedom Box, un aparato del tamaño del cargador de un móvil que podría desactivar el bloqueo de los Kill switch institucionales. La cruzada por la libertad se está librando en la blogosfera.

Puede que, como apunta con pesimismo el bielorruso Morazov, se estén depositando demasiadas esperanzas en las redes sociales para derrocar las autocracias que plagan el mundo. Pero es indudable que para las nuevas generaciones el vértigo de la inmediatez y lo efímero incita a la movilización espontánea y contagiosa. De ser axioma la insoportable levedad de estas herramientas virtuales, los (des)gobiernos no se molestarían en contraatacar con sus Kill Switch. Si no, que se lo pregunten a Mubarak.

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