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Plinio Apuleyo Mendoza

La ministra asesinada

Después del asesinato de Consuelo Araujo Noguera, la periodista y ex ministra de Cultura colombiana, algo tiene que quedar claro para siempre en Colombia: con esa clase de asesinos, los de las FARC, capaces de matar a sangre fría, de dos tiros en la cabeza, a una mujer inerme secuestrada por ellos, no hay paz ni negociación posible. Nunca la hubo y nunca la habrá mientras no se les derrote. Son nuestros Ben Laden. Nuestros talibanes. Nuestro ETA.

¿Se dará cuenta de ello el presidente Andrés Pastrana? ¿Sabrá él que de cada diez electores suyos ocho, por lo menos, están tan arrepentidos como yo? Arrogante, inexperto, precipitado, cometió un error garrafal entregándoles a las FARC 42.000 kilómetros de territorio y el destino de cien mil colombianos que allí vivían, y todavía es incapaz de reconocerlo. En menos de quince días, estos devotos del terrorismo, las FARC, secuestran a una niña en un autobús escolar de Cali, detienen con insolencia la pacífica marcha hacia la zona de despeje del candidato liberal Horacio Serpa, organizan un atentado contra otro de ellos, Alvaro Uribe Vélez, y asesinan a la ex ministra. Y de todo ello, el presidente sólo detecta “la voluntad de desacreditar el proceso de paz”. ¿Por qué no reconoce que, simplemente, fue engañado y que él incurrió en la infinita e irresponsable candidez de atribuirle a Tirofijo y los suyos un propósito de paz que jamás tuvieron? A la hora de retirarse del poder, Andrés Pastrana sólo podrá dejar como legado a la Historia sus buenas intenciones; tan sólo eso. Pero un país tiene todo el derecho a pedirle a su presidente resultados, y no simples intenciones.

Ahora, todo Colombia se da cuenta de que la realidad, la dura realidad que vive, es la de una guerra, y no la de un proceso de paz susceptible de ser remendado. Esa guerra no la quiere nadie sensato, pero existe. Existe contra la voluntad de todos, y no hay más remedio que reconocerla y afrontarla como se reconoce, se afronta y se le gana la batalla a un cáncer que, obviamente, no se ha deseado. Muertas, como están, las opciones de una real negociación, la paz, las banderitas blancas, todo eso, se convierte en un cuento destinado a impedir que Colombia una todas sus fuerzas para combatir a la guerrilla, del mismo modo que la nación norteamericana unió las suyas para combatir al terrorismo.

En estos momentos, Alvaro Uribe Vélez, un hombre joven, pulcro y sereno, es el único candidato a la presidencia que no ha buscado encuentros con la guerrilla, y el único también que no ha modificado su posición al vaivén de las encuestas. Esto lo sabía Consuelo Araujo Noguera, la ex ministra asesinada, conocida en Colombia cariñosamente como La Cacica. Me lo dijo la última vez que estuve en Bogotá. No la había conocido antes y me encantó. Era una típica mujer de la costa del Caribe, franca, abierta. Decía lo que pensaba y no se escudaba detrás de las apariencias, como ocurre en Bogotá desde los tiempos del Virreinato. Amante de su región, había organizado desde hacia 35 años el Festival Vallenato, una música que combina un instrumento europeo como el acordeón con instrumentos indígenas o de origen africano, y cuyas coplas cuentan siempre una historia. Esa región alegre, encantadora, donde está situado el Macondo de García Márquez, resultó, como tantas otras, amenazada por la guerrilla.

Aquella vez, Consuelo me refirió el secuestro de su hijo. Como su marido de entonces estaba gravemente enfermo de cáncer, a ella le tocó negociar el rescate del muchacho. Los guerrilleros la citaban en los lugares más apartados para tratar este tenebroso asunto y le infligían –me contaba ella– toda suerte de humillaciones. Se negaban a hablar con ella, tras un largo viaje, sólo porque había llegado con diez minutos de retraso. Debió pagar unos 300 mil dólares, y cuando le entregaron a su hijo, descubrió que lo tenían drogado a base de whisky y valium. Sólo que, cuando volvió con el muchacho a casa, en vez de amilanarse, ella le informó al ejército de todos los puntos donde los secuestradores solían recibirla. Varios de ellos murieron como consecuencia de operaciones militares. Así que, cuando supe que había sido secuestrada, por casualidad, en una de esas operaciones masivas que organiza la guerrilla en las carreteras y que se conocen como pescas milagrosas, temblé por ella. “La van a matar”, le dije a mi mujer. Y así ocurrió.

Consuelo coincidía conmigo en lo que pensaba de la guerrilla, o yo coincidía con ella. Es igual. Y por eso fue asesinada. Me ha dolido de verdad, en el alma, su muerte. Con ella murió ese engaño de Colombia, vendido al mundo por Pastrana, llamado proceso de paz. Pero no la voluntad de luchar y derrotar a sus asesinos que, como ETA o los extremistas islámicos, hacen del terror su arma predilecta.

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