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Eduardo Fernández Luiña

La crisis de renovación de élites en Brasil

A todos nos interesa un Brasil próspero y abierto a la economía de mercado. Pero para que esto tenga lugar, primero se precisa estabilidad.

A todos nos interesa un Brasil próspero y abierto a la economía de mercado. Pero para que esto tenga lugar, primero se precisa estabilidad.
Lula saluda a militantes del PT | EFE

Brasil es el gran gigante latinoamericano. El país con mayor producto interno bruto a nivel regional fue durante mucho tiempo un ejemplo de crecimiento y de democracia. Después de una década de los noventa marcada por la crisis económica y por la corrupción (el primer impeachment al presidente Fernando Collor de Mello fue en el año 1992), el país ingresó en el siglo XXI con un Gobierno de izquierdas liderado por Lula,al frente del mítico Partido dos Trabalhadores (PT).

Son conocidos los problemas que Lula tuvo durante su primera legislatura. Primero, a la hora de formar una coalición estable para sostener el Poder Ejecutivo. Segundo, al verse inmiscuido como jefe del Gobierno y del Estado en asuntos de corrupción asociados al llamado mensalao. Dicho proceso, que podríamos traducir como "paga grande", mostraba con claridad los problemas del sistema político brasileño. Básicamente, y como en su momento denunció Roberto Jefferson, el PT pagaba unos 12.000 dólares para mantener la disciplina de voto entre los miembros que conformaban la compleja y amplia (más de siete partidos políticos) coalición de Gobierno.

La elevada fragmentación del sistema político brasileño incentivaba en cierta manera esta práctica. La mejor forma de mantener la disciplina de votos era comprando directamente a los diputados del partido de gobierno y también a los diputados asociados al partido de gobierno.

La trama involucró a más de siete partidos, pero Lula mantuvo siempre una más que decente –en realidad muy buena– valoración popular. Su carisma como líder populista y su narrativa, junto a las ratios de crecimiento económico –entre el 3% y el 7% durante el periodo 2002–2010–, provocaron la reelección del sindicalista en el año 2006, iniciando una segunda legislatura en enero de 2007.

Durante la segunda legislatura de Lula, los brasileños también disfrutaron de otro periodo de bonanza económica, pero la situación cambió drásticamente a partir de 2011, con la llegada de Dilma Rousseff al poder y una caída drástica en el crecimiento económico del país.

A partir de ahí, todos conocemos los que sucedió: aumento del descontento ciudadano por la crisis económica y la explosión de numerosos casos de corrupción. Unos pusieron contra las cuerdas a la presidente Rousseff, otros involucraron al expresidente Lula da Silva.

El caso Petrobras comenzó a investigar la posible implicación de las altas esferas del Estado brasileño, y el expresidente da Silva fue uno de los señalados. A mediados del año 2017, Lula fue condenado a nueve años de prisión –en primera instancia– por una reforma en su vivienda de más de tres millones de dólares. La reforma fue resultado de la relación con la constructora OAS.

Parece que dicha empresa llevó a cabo la reforma para participar en distintas licitaciones de obra pública. Además de este proceso, el expresidente de Brasil tiene abiertos otros cuatro, que definitivamente podrían contribuir a destruir tanto su imagen pública como su carrera política.

Como es de suponer, Lula recurrió y a inicios de este año un tribunal en segunda instancia subió su condena de nueve a doce años de prisión. Sin embargo, y a pesar de sus problemas con la Justicia, es paradójico que siga disfrutando de una valoración popular elevadísima. Según una última encuesta, era el candidato preferido por los brasileños para ocupar la Presidencia de la República este mismo 2018, con el 34% de la intención de voto.

Una pregunta lógica podría ser: ¿cómo es esto posible? Es decir, ¿cómo un político acusado y condenado formalmente por corrupción en segunda instancia puede ser el más valorado por la población? Probablemente la respuesta se encuentre en la incapacidad del sistema político brasileño para renovar a sus élites.

La política es un proceso competitivo entre actores organizados. Encontrar el equilibrio a la hora de renovar la estructura de élites es cuando menos complejo. Tan negativa es una renovación constante y amplia como la ausencia de renovación. La primera es negativa porque, guste o no, se necesita cierta profesionalización en la política. La segunda es negativa porque los viejos dinosaurios se convierten en un establishment que no vive para la política sino de la política.

El caso brasileño evidencia que el sistema tiene dificultades para encontrar dicho equilibrio renovador. Y tal incapacidad favorece a Lula, uno de los grandes dinosaurios de la política brasileña.

Si el sistema no se renueva, corre el riesgo de perder legitimidad. Y si la susodicha pérdida de legitimidad tiene lugar, la inestabilidad puede abrir un proceso político que, más que favorecer el crecimiento y el desarrollo, contribuya a su progresiva decadencia.

A todos nos interesa un Brasil próspero y abierto a la economía de mercado. Pero para que esto tenga lugar, primero se necesita estabilidad. Si el sistema sigue confiando en personas como Lula, la probabilidad de que la democracia brasileña sufra innecesariamente aumenta dramáticamente. Esperemos que antes de octubre aparezcan nuevas caras con ideas moderadas y comprometidas con la libertad.

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