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José Sánchez Tortosa

El documental imposible: de ‘El triunfo de la voluntad’ a ‘Shoah’

El hallazgo del documental presenta un dilema acaso irresoluble. ¿Puede ofrecer verdad una serie de imágenes?

El hallazgo del documental presenta un dilema acaso irresoluble. ¿Puede ofrecer verdad una serie de imágenes?
Un fotograma del documental 'Shoah', de Claude Lanzmann | Archivo

La lógica platónica impone una paradoja esencial, fundacional: cuanto más evidente resulta algo, mayor es su dosis de oscuridad, confusión y engaño; cuanto mayor es la carga de estímulos sensoriales, mayor es su eficacia en el plano de la convicción, más obtuso y terco el sesgo cognitivo, el prejuicio. O, de modo más conciso: la imagen miente siempre. Esa paradoja abre la vía para lo que denominamos filosofía, un modo agónico y siempre inacabado de intentar librarse de las telas de araña seductoras de las apariencias. El ser humano se teje con el material de las creencias cerradas y los prejuicios atomizados, que la imaginación y los modelos simbólicos forjan de modo implacable. Así, diseñar las apariencias, dominar la imagen es dominar las creencias, los afectos, la servidumbre satisfecha. Tal paradoja, en el caso del cinematógrafo, se dispara hasta el paroxismo. Ahí, el hallazgo del documental presenta un dilema acaso irresoluble. ¿Puede ofrecer verdad una serie de imágenes?

Con el ánimo de afrontar el desafío de establecer y definir el estatuto ontológico del documental se propone aquí el análisis de dos casos paradigmáticos vinculados al fenómeno del nacionalsocialismo y al del Holocausto. Se trata de dos obras singulares: El triunfo de la voluntad (1935), de Leni Riefenstahl, y Shoah (1985), de Claude Lanzmann. Entre ellas se abre una horquilla maldita de medio siglo, una secuencia que lleva del idealismo al despertar del sueño en la pesadilla de Auschwitz.

La sentimentalización de la política en imágenes

El triunfo de la voluntad, película de encargo para filmar el VI Congreso del Partido Nacionalsocialista en Nuremberg del 4 al 10 de septiembre de 1934, es un prodigio técnico al servicio del voluntarismo político desatado. El título, sugerido, según la propia directora, por Hitler, tiene resonancias inequívocas. La exaltación del líder carismático entre las masas en largos planos en movimiento a base de travellings prolongados es la cristalización en pantalla de un hiperpersonalismo sacral, corolario implacable y feroz del voluntarismo implícito en la tradición del idealismo alemán. La voluntad sagrada del pueblo alemán (Volkgeist) triunfa, dejando en rancio anacronismo los aburridos sistemas de leyes de las sociedades en las que el intelectualismo llevado a la política se vio impotente para contener las pulsiones homicidas y suicidas de los tiempos de crisis. Riefenstahl construye un espectáculo de identificación (la pulsión de identidad es pulsión de muerte, asegura Freud) cuya eficacia está dada en la sofisticación técnica, en el ritmo narrativo que absorbe, empapa, sofoca, hipnotiza, que apenas deja pensar. El formato de documental garantiza la apariencia formal de realidad. Es el artificio refinado de la técnica al servicio de la propaganda. Técnicamente, la película se regodea en la grandilocuencia estética, en grandes planos generales, en el encuadre preciso para enaltecer la cantidad y su unidad, la orgía de las masas fundidas con el Führer en un ser único, sustantivo: el Pueblo. Y el montaje hace encajar el material filmado con vistas a una trama narrativa que enfatiza, de un modo sofisticadísimo, los lazos más primarios, los vínculos de sangre, de tierra, de raza. No hubo escenografía, no hicieron falta figurantes. La categoría de documental hace pasar por verdad pura de un pueblo liberado la verdad insoportable del horror que se avecina. La sentimentalización de la política en imágenes.

En Conversaciones con Leni Riefenstahl (Editorial Confluencias, 2016), la directora responde a las preguntas que Alan Marcus le hace en el año 2001. En ellas declara:

Yo no tengo ideales, lo único que hice fue cumplir con mi deber. Sólo era eso. No embellecí las cosas de ninguna manera. Yo quería hacer un documental tan bueno como fuera posible, lo que significa filmar las imágenes con una dinámica cinematográfica, pero sin un objetivo concreto; sólo lo que yo vi. No importa la clase de ideas que se tengan ni lo que se quiere expresar. En la película es cuestión de presentar lo que se desarrolla frente a tu cámara, más que trasladar ideas.

(…)

Las imágenes no fueron tomadas en un escenario teatral, sino tal cual fueron desarrollándose; es decir, desfiles y espectadores. El Führer no estaba sentado en el escenario de un teatro. Y a nosotros nos habían encargado filmarlo. Sin añadir nada que no sucediera, ni nuestro punto de vista político. Nosotros sólo queríamos conseguir buenas imágenes sobre un hecho histórico y no teatral. Lo que la película muestra es la verdad, lo que ocurrió. Nada está manipulado o escenificado.

La película obtuvo la Medalla de Oro y León de Oro en el Festival de Venecia del año 1935 y el Gran Premio de las Artes y las Técnicas en la Exposición Universal de París de 1937.

El eco de un agujero negro

El mayor legado intelectual de Claude Lanzmann es esa rareza inclasificable que es Shoah, monumental desafío que pretende mostrar en pantalla el horror del exterminio sistemático de los judíos europeos con una técnica cinematográfica sin concesiones retóricas, hecha a base de primeros planos sostenidos y largos travelings (largos silencios) en los que se abre la escena a la palabra, incluso a pesar de los protagonistas. Sin documentos de archivo ni apoyo musical alguno, este documental que no lo es, que no puede serlo, recorre los lugares del exterminio, y el vacío que muestran ahora es acompañado por el esfuerzo monstruoso de los supervivientes haciendo aflorar el recuerdo. Sus palabras articulan un dolor al que no se puede renunciar impunemente.

En un acontecimiento inefable como es la Shoá, ¿es posible hallar un modo de mostrar la verdad? ¿Se puede filmar la Shoá? ¿Es siquiera visible? ¿Se puede pensar? ¿Se puede hacer documental de eso? ¿Cómo dejar paso a la verdad por medio de la imagen, distorsión inevitable?

La aventura de Shoah empieza aquí: mi amigo Alouf Hareven, director del departamento en el Ministerio de Asuntos Exteriores israelí, me convocó un día y me habló con una gravedad y una solemnidad como nunca le había visto. Después de felicitarme a propósito de Pourquoi Israël, me vino a decir en sustancia lo siguiente: "No hay ninguna película sobre la Shoá, ni una sola que abarque el acontecimiento en su totalidad y su magnitud, ni una sola que la cuente desde nuestro punto de vista, el punto de vista de los judíos. No se trata de realizar una película sobre la Shoá, sino una película que sea la Shoá. Pensamos que sólo tú eres capaz de hacerla. Piénsatelo. Sabemos todas las dificultades con las que te has encontrado para llevar a cabo Pourquoi Israël. Si aceptas, te ayudaremos todo lo que podamos". La idea de hacer Shoah, por tanto, no fue mía, no pensaba lo más mínimo en algo así. (…)

Desconocía por completo cómo tendría que proceder, con qué insensata temeridad y a qué peligros me acabaría exponiendo. Enseguida tuve claro que no utilizaría imágenes de archivo. La razón más clara y más poderosa para esa negativa no me surgió de inmediato, sino que se hizo evidente cuando comprendí para qué tipo de película me habían elegido. Yo ya había visto documentales montados a partir de imágenes de archivo, como por ejemplo Le temps de ghetto, de Frédéric Rossif, que me había contrariado porque no citaba sus fuentes ni decía nada sobre la procedencia de los documentos que utilizaba, muchos de ellos rodados por las PK –Propaganda Kompanien, las compañías de propaganda de la Wehrmacht–, filmados en el gueto de Varsovia para dar a conocer al mundo, y a Alemania, qué hermosa era la vida allí: los directores de las PK organizaban falsas sesiones de cabaret, con bailes, jaranas, maquillajes exagerados de judías escogidas para esas fiestas simuladas. Nadie niega que hubiera en los guetos, sobre todo al principio, una estructura de clase —lo he sacado en Shoah—, pero cabe la posibilidad de preguntarse qué puede llegar a pensar el espectador no avisado de semejantes imágenes, que pasan por irrefutables dado su estatuto de documentos.

(C. Lanzmann, La liebre de la Patagonia).

No es un documental esta obra. No puede serlo. No documenta la Shoá, sino el vacío que deja. Es el intento por filmar el eco de ese agujero negro. E impedir que ese eco caiga en el olvido.

Mi película debería afrontar el último desafío: suplir las imágenes inexistentes de la muerte en las cámaras de gas.

(Lanzmann, La liebre de la Patagonia).

Toda palabra es metáfora, todo vocablo pone en fuga lo que designa. Shoah no es un documental sobre el Holocausto. Es la puesta en escena del testimonio de los supervivientes, pero también del papel de los ejecutores del exterminio y de los que lo presenciaron, lo padecieron indirectamente o se beneficiaron directamente. Lanzmann filma la palabra, y los lugares del Holocausto tal como hoy quedan son negados plano a plano por los protagonistas, cuyo relato de los hechos destruye esa placidez inocente, ese olvido inexorable, esa belleza inerte y cruel. No hay resquicio para el pasado en el escrupuloso trato de la imagen. El pasado no se toca. Está en la memoria de los que lo vivieron, en sus palabras ahora. La narración, ese temblor continuado, esa agonía incontenible, esa vergüenza por seguir vivo, es toda la presencia que se precisa, y procede, con timidez y sin retórica, al desmentido de cuanto la imagen puede contener o evocar.

Lanzmann comprendió que el único modo de nombrar el horror absoluto es negándose explícitamente a la pretensión de enunciarlo. Entendió que sólo se puede decir y filmar algo verdadero si se renuncia explícitamente a estar diciendo o filmando La Verdad: "Dirigir sobre el horror una mirada directa" y asumir el peso de un "acto radical de nominación" (C. Lanzmann, La tumba del sublime nadador), pues la forma más acabada de desmentirlo, falsearlo o trivializarlo es a través de la pretensión de mostrarlo. Buscó huir de la ficción sin caer en la trampa del documental, artificio selectivo con el que presentar como verdad el coágulo nebuloso de imágenes en las cuales lo verdadero es imposible sin la palabra, sin el contexto, sin el matiz, sin el estudio, y nunca es definitivo. Se le impuso la imposibilidad de representar lo Absoluto y renunció al consecuente falseamiento de la dramatización cinematográfica.

La renuncia a la manipulación de la imagen más allá del inevitable encuadre, a su embellecimiento musical, el escrúpulo por respetar la tensión del interrogatorio, obedecen a la rigidez, al rigor de una técnica que contamine lo menos posible el testimonio. Shoah es la representación de lo que sólo el silencio consiente en acoger, y su afán es el de hacer posible la transmisión y, así, negar el olvido:

Hay que hablar y guardar silencio a la vez, (…) el silencio es el modo más auténtico de la palabra.

(Lanzmann, La tumba del sublime nadador).

En tal empresa se sometió al rigor extremo de una técnica cinematográfica inusual, sin documentos de archivo ni dramatización:

Shoah es antes que nada una inacabable empresa de desacralización, que devuelve la palabra y la instaura allí donde nunca fue tomada, donde no pudo haberlo sido, rechazando todos los eufemismos, forzando los silencios en todos sus retiros para que se enfrenten al más importante de los interrogatorios: saber cómo se mató, mantenerse lo más cerca posible del crimen, hacer que lo digan todo, hacer que lo cuenten todo, sin detener la cámara en el momento del dolor y retirarse de puntillas, como mandarían las buenas costumbres.

(Lanzmann, La tumba del sublime nadador).

El título de la obra es un término hebreo de escala teológica que nada dice al que no habla hebreo antes de su uso recurrente tras la película de Lanzmann. Por esa razón Lanzmann lo aceptó como única alternativa posible a que la obra no llevara título, condenada a filmar lo indecible. De ahí que, ante la dimensión de ese Hecho, hubiera que quebrar la cronología narrativa, invertir la secuencia convencional:

En mi película la Solución Final no debe ser el punto de llegada del relato, sino el punto de partida. (…) Para que haya una tragedia es necesario que se conozca el final, que la muerte esté presente en el origen mismo del relato, que esconda todos los episodios de éste, que sea la medida única de las palabras, los silencios, las acciones, las negativas a actuar. El relato cronológico, dado que no es sino una mera sucesión plana de un antes y un después, es antitrágico por esencia y la muerte, cuando sucede, lo hace siempre a su hora, es decir, como no violencia y sin escándalo. Los seis millones de judíos asesinados no murieron a su hora y por eso cualquier obra que quiera hoy día hacer justicia al Holocausto debe tener como principio básico romper con la cronología.

(Lanzmann, La tumba del sublime nadador).

La imagen es, pues, falseamiento, seducción o espanto, y vale más que mil palabras sólo si su valor estriba en el engaño, el consuelo, la satisfacción o la catarsis (el mito es el saber del no saber, nos recuerda Lanzmann en La tumba del sublime nadador). Cuando se busca lo verdadero, sólo se puede recurrir a la imagen declarando de antemano que se trata de una distorsión, de un truco, de una opacidad. Y esa búsqueda sólo es posible en la mutilación de toda retórica, en la medida más precisa, en el rechazo radical a todo atisbo de desproporción. En 1985 se estrena la obra que aviva esta paradoja. La película no busca explicar. Ofrece el testimonio. Y junto a él los rostros, los parajes, el vacío, el silencio. Enseña lo que no puede ser visto, cómo toda prueba ha desaparecido, cómo las huellas del exterminio fueron borradas. No nos lega la constancia de lo que sucedió, sino del intento por olvidarlo. Y al espectador, a pesar del monumental trabajo y de la fuerza que las palabras de las víctimas contienen, apenas le llega un eco mitigado de la verdad desnuda de esa brutalidad civilizada.

Auschwitz no se visita: hay que llegar cargado de saber.

(Lanzmann, La tumba del sublime nadador).

Es posible plantear el supuesto dilema moral acerca de lo despiadado que el director llega a ser en determinados momentos del rodaje. De cómo fuerza a los supervivientes, sin compasión y sin retirar la cámara, aguantando la tensión de esos silencios y de esa espera desesperante, cómo los obliga a que revivan y verbalicen lo que no puede ser dicho, lo que no puede ser olvidado. Lanzmann no cede. La verdad ha de ser emitida. El horror ha de ser puesto en palabras. La moral se desplaza. No es cosa del individuo. Es cosa del testimonio, de la verdad.

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