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Jake Sandoval

El último monóculo de Cataluña

Salvador de Vilallonga compatibilizó su orgullo catalán con su sentimiento monárquico. Y remite a una Cataluña distinta a la promocionada por el nacionalismo.

Salvador de Vilallonga compatibilizó su orgullo catalán con su sentimiento monárquico. Y remite a una Cataluña distinta a la promocionada por el nacionalismo.

Salvador de Vilallonga, barón de Segur y padre del escritor José Luis de Vilallonga, fue un catalán orgulloso de serlo, algo que compatibilizaba con un gran sentimiento monárquico. Militar en parte frustrado, casado con una madrileña demasiado elegante para el gusto de su suegra, vestía siempre con monóculo y era famosa en Barcelona su colección de zapatos que desapareció en la Guerra Civil. Suya es la anécdota que protagonizó con su admirado Alfonso XIII cuando el monarca le preguntó que cuánto tiempo le llevaba diariamente arreglarse, a lo que respondió que entre tres y tres horas y media, y cuando el monarca le dijo que a él no le llevaba más de veinte minutos le respondió: "se nota, señor, se nota".

Salvador y sus hijos, al igual que una gran mayoría de catalanes, combatió en las filas de Franco durante la Guerra Civil. En 1944, en plena Guerra Mundial, Salvador, que era partidario de los aliados, organizó una recepción a Sir Samuel Hoare, embajador del Reino Unido en España, a la que acudió toda Barcelona. A la mañana siguiente se presentaron en su casa dos funcionarios vestidos de falangistas que le notificaron una multa de un millón de pesetas de la época por subversión.

El barón se presentó al día siguiente, con todas sus cruces militares en el pecho, en el despacho del gobernador civil de Barcelona diciéndole que venía a que le detuviesen. El gobernador, extrañado –ya que ante todo Salvador tenía fama de millonario- pensó que era una broma. En absoluto, dijo Vilallonga, preguntándole si había visto alguna vez junto un millón de pesetas. El gobernador, sorprendido, lo negó, y tras encenderse un pitillo Salvador prosiguió: "Ustedes tienen una idea muy falsa de lo que somos los ricos", y de seguido le preguntó al gobernador qué estudios tenía, a lo que contestó que estudiaba económicas cuando estalló la guerra. Me lo imaginaba, dijo Salvador, y ¿quién escribía esos libros con los que estudiaba? Volvíó a preguntar. El gobernador no sabía qué contestar cuando Salvador dictaminó que "unos pelaos, igual que los que escribieron los libros en los que estudiaron ellos".

Ante el enfado del gobernador, le explicó que él había aprendido de economía con sus payeses, a quienes tenía un enorme respeto, gente listísima que se había hecho millonaria a cuenta de hacerle a él cada vez más pobre. Como evidentemente el gobernador no quería detener a un personaje tan conocido en Barcelona, y estaba harto de su excentricidad, acabo renegociando la multa para poderse quitar de en medio a tan singular personaje por cincuenta mil pesetas.

Si Salvador de Vilallonga hubiese conocido el gran escándalo que ha supuesto el descubrimiento de la gran fortuna que la policía atribuye al clan Pujol, destapada en primicia por Stas Radziwill en estas páginas, tendría que haber cambiado de discurso. La huida hacia adelante de la franquicia del nacionalismo, representada ahora por Artur Mas, y desenmascarada durante toda la campaña catalana por lo que de verdad esconde detrás, ha provocado no solo perplejidad sino la indignación de la mayoría de catalanes que no se han beneficiado en los últimos 30 años de la lluvia de millones del nacionalismo.

Seguramente a Artur Mas le habría gustado más leer artículos suyos comparándole con el derroche de la fiesta que el Sha organizó en 1971 por el 2.500 aniversario del Imperio Persa servida por Maxims. El nacionalismo catalán tiene ese toque de exageración, manipulación y sobre todo derroche. Pero personalmente admiro más esa Cataluña orgullosa de sus payeses y de su frontera con Francia, que consideraba a Madrid y la Corte una ciudad frívola donde se cazaba mucho entre semana, pero se sabía poco de literatura. 

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