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Ayanta Barilli

Un maestro, un padre

Alfredo fue para mí un maestro. Y no sólo. Fue un amigo y casi un padre.

Alfredo fue para mí un maestro. Y no sólo. Fue un amigo y casi un padre.

Ayer murió Alfredo Landa. Y a mí se me llenaron los ojos de lágrimas por razones personales, que van más allá de la admiración que siempre he tenido hacia uno de los grandes cómicos de nuestro país. Porque Alfredo fue para mí un maestro. Y no sólo. Fue un amigo y casi un padre, puesto que rodamos una película y una serie en la que yo era su hija.

Así fue como se confundió la ficción con la realidad, y durante dos años nos vimos todos los días en la casa de cartón piedra de nuestra alocada familia; una casa ubicada en un plató tan grande que, para desplazarse de un sitio a otro, Alfredo utilizaba una bicicleta. Al verle derrapar como un niño por el ancho pasillo que se había convertido en carretera, yo me moría de risa.

–¿Te llevo? –me decía.

Aparecía en la cocina o en un cuarto o en el recibidor o en el salón con la bici y una guitarra colgada en bandolera. La sacaba del estuche y se ponía a tocar canciones de amor para aliviar las esperas eternas de los rodajes. Llegamos incluso a crear algo parecido a un coro, y pensamos en la posibilidad de grabar un disco todos juntos.

La canción que más le gustaba cantar era aquella de Sabina que dice en su estribillo: "Y nos dieron las diez y las once, las doce y la una, las dos y las tres...", con esos ojos tiernos y pícaros que tantas veces hemos vuelto a descubrir en la pantalla.

Ahora vuelvo a recordar esa letra y sólo se me ocurre decirle, tal y como cantamos tantas veces a voz en grito: "Ojalá que volvamos a vernos, el veranó acabó, el otoño duró lo que tarda en llegar el invierno".

Gracias, maestro.

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