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Sylvia Kristel: el triste final de un mito erótico del cine

Repaso por la vida de la estrella de Emmanuelle (1974).

Repaso por la vida de la estrella de Emmanuelle (1974).
Sylvia Kristel | Cordon Press

La frontera entre la pornografía y el erotismo ha sido abordada infinidad de ocasiones en el cine. Llamó la atención en ese sentido la película Emmanuelle, de Just Jaeckin, estrenada en 1974, aun cuando en España, entonces, no la autorizó la censura. Miles de españoles corrían a Perpiñán para verla con indisimulado afán lujurioso, por mucho que aquellos disfrazados cinéfilos presumieran de ir a contemplar filmes "de arte y ensayo". Un sarampión en aquella España de finales del franquismo. El resto de compatriotas que no fueron a verla fuera de nuestro país (confieso haber sido espectador en una sala londinense) tuvieron que esperar dos o tres años hasta verla proyectada en nuestras carteleras. Se difundió mucho la imagen de la estrella sentada sin ropa en un sillón de mimbre, mueble que los decoradores de la época se empeñaron en mostrar en todas partes, sobre todo en los programas de televisión. Y las tiendas del ramo se hartaron de venderlos ¿Qué tenía aquella película escandalosa?

Escenas de sexo aunque no tan explícitas como para ser exhibida en las llamadas salas X, tamizadas por una realización estética, hábil truco para encubrir un guión con secuencias turbadoras, por entonces nunca vistas en nuestras pantallas. La protagonista de Emmanuelle se hizo muy popular entonces con aquel engendro. Se llamaba Sylvia Kristel. Yo la conocí en 1978, cuatro años después del estreno, en Palma de Mallorca, cuando contaba veintiséis años. Estilizada, había adelgazado bastante y mostraba sin duda un inequívoco atractivo. Me pareció algo sofisticada, pero sincera, divertida y sin pudor alguno: "Me aferro a mi ambición, consigo lo que me propongo, hago lo que me da la gana y sólo me importa el éxito". Una autodefinición precisa que me ahorraba preguntarle por otros detalles personales. Llegó a protagonizar Emmanuelle porque había ganado un concurso de belleza como modelo. "La verdad es que me pagaron muy poco –me confesó- pero es que tampoco yo pensaba mucho en eso, no sólo porque en Holanda, mi país, las actrices no cobran casi nada, sino que en mi situación, no precisaba dinero dada la buena posición económica de mi familia. ¡Hasta tengo un título nobiliario!"

No le dio entonces Sylvia Kristel importancia alguna a sus desnudos en Emmanuelle, ni a las escenas de elevado voltaje "practicando el sexo" en la cabina del avión, primero con un pasajero, luego con otro, que la llevaba de París a la capital de Tailandia ni al resto de secuencias eróticas en Bangkok. Quizás no quería ser pudibunda pues, al fin y al cabo, su popularidad le venía de ser considerada una diosa del erotismo. Me enteré que en sus viajes aéreos procuraba no ir al lavabo, y nada más aterrizar, se iba derecha al baño más próximo. Por algo actuaría así, conteniendo al máximo sus necesidades para no ir al mingitorio de los aviones, que le recordaban siempre aquellas secuencias.

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Se sonrió cuando la motejé de "devorahombres": "Mira, eso me suena a necrofilia, pues ni quiero devorar ni que me devoren. Me has preguntado también que si me considero un mito del erotismo en Europa. ¡Lo soy en todo el mundo! Pero con mis películas sucede que las esposas van a verlas con sus maridos sin avergonzarse". Exageraba un poco con esto último, desde luego. Lo cierto es que las tres películas que entonces había rodado con el mismo personaje, Emmanuelle, fueron vistas, según me afirmó, por doscientos cincuenta millones de espectadores. Rodó unas cuantas más, doce en total con igual papel, ya formando parte de una serie de televisión. Con ellas ganó muchísimo dinero, que fue dilapidando.

Respecto a sus amores reales, allí mismo, en Palma de Mallorca, la contemplé en una discoteca apasionadamente abrazada al galán norteamericano Richard Jordan, el de Capitanes y reyes, con el que se fue camino del hotel que compartían. Y al día siguiente apareció en escena quien era entonces su actual amor, el actor británico Ian McShane, bastante mayor que ella. Les vi muy bien avenidos. Para completar el cuadro, en aquel viaje a las Baleares Sylvia Kristel se había llevado a su hijo Arthur, fruto de su romance, según me confió, con el dramaturgo belga Victor Hugo Claus, candidato al Nobel, autor de Viernes, día de libertad. El niño estaba al cuidado de una hermana de la actriz, quien la acompañó en esos días.

En los años siguientes pude saber que Sylvia Kristel continuó rodando películas en las que estaba obligada a salir en pelota picada. Y eso que una de ellas fue a las órdenes del prestigioso Luigi Zampa (Camas calientes), pero siempre relacionadas con historias de catre: Mata-Hari, El amante de Lady Chatterley, Casanova… Si algún talento artístico tenía, nunca lo pudo poner a prueba. Siempre era contratada por sus encantos físicos y por el áurea que arrastraba como mito erótico del cine de los 70 y 80. Sin duda esa constante en su vida la llevó a un peligroso ritmo de vida a merced de las drogas y el alcohol. Ella misma lo confesaría en sus memorias, publicadas con el título Desnuda en 2006. Confesaba su obsesión por los hombres mayores, lo que provenía de su atormentada adolescencia cuando con quince años recordaba haber asistido a la ruptura matrimonial de sus padres.

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Pero es que antes, con nueve años, fue víctima del empleado de un hotel que regentaba la familia de ella y que la agredió sexualmente. Añádase a ello que cierto día descubrió a su progenitor fornicando con una mujer que no era su esposa. Sucesos que sin duda hicieron mella en Sylvia, conforme se fue haciendo mayor y no lograba quitárselos de la memoria. La cocaína fue su refugio cuando convivía con el ya mencionado Ian McShane, con quien se fue a Los Ángeles, porque él la había ilusionado con triunfar en Hollywood. Lo que no sucedería. En las memorias contaba también que era frígida; probablemente consecuencia de cuanto vivió en la mentada adolescencia y tal vez por la severa educación religiosa recibida en un colegio.

Cuando volvió a Europa, después de su fallida estancia americana, ya en los años 80, era una drogadicta dependiente, amén de alcohólica. Sus posteriores amores sólo le supusieron más problemas, cuando convivió con un escritor que murió de cáncer, y con un radiofonista que le sacó todo el dinero que pudo, sacando de la cuenta bancaria de Sylvia cuantos dólares le quedaban. Poco a poco, lo ganado con la saga de Emmanuelle se le iba evaporando en tanto ella también se deslizaba por un peligroso tobogán de vicios y estragos en su maltrecha salud. Si ya con diez años era una empedernida fumadora y superó un cáncer de garganta, en 2012 volvió a sufrir idéntico mal, agravado asimismo por un ataque cerebro vascular. La verdad es que los últimos años de la otrora triunfadora Sylvia Kristel fueron devastadores. Por ejemplo, mientras buscaba dinero como una posesa para financiarse su dosis diaria de cocaína, ya había tenido que desprenderse de una casa en Holanda, de un apartamento en Saint-Tropez, de un espectacular "Cadillac" blanco… Sobrevivía gracias a sus apariciones en televisión, donde iba desgranando sus miserias. Un día, quien le llevaba las cuentas, le advirtió muy seriamente que estaba arruinada.

Una de sus dramáticas confesiones, después de haber intentado cambiar de género y rodar a las órdenes del celebrado Claude Chabrol, fue ésta: "El público me sigue prefiriendo desnuda, cuando he intentado rodar películas estando vestida".

Sin duda Sylvia Kristel pasa a formar parte de esa historia de juguetes rotos, de personajes malditos que conocieron la popularidad, el dinero, incluso el amor en sus muy diversas manifestaciones, para al final acabar desahuciados, moral y económicamente, dominados por las drogas, como guiñapos. Cuando murió de un cáncer de esófago y un cáncer de pulmón, el 18 de octubre de 2012, su físico, ése por el que tantos hombres habían suspirado, ya era una caricatura del que luciera en Emmanuelle. Las huellas de la cocaína se reflejaban en su rostro acartonado y hundido. Tenía sesenta años y había desperdiciado su fortuna, el éxito y lo que es peor, su vida. Culpa de sus excesos, aunque quisiera disculparse por aquellos difíciles años de su triste, torturada niñez y adolescencia.

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