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La "pobre niña rica" Barbara Hutton y cómo se encaprichó del torero Ángel Teruel

Barbara Hutton tuvo siete maridos, un montón de amantes, pero murió arruinada, enferma y solitaria.

Barbara Hutton tuvo siete maridos, un montón de amantes, pero murió arruinada, enferma y solitaria.
Barbara Hutton | Cordon Press

Una de las frases coloquiales más socorridas es aquella que alude a que el dinero no hace la felicidad. Los que no tienen donde caerse muertos no encuentran, al escucharla, ningún alivio. Pero sucede que han existido personajes que dilapidaban sus millones y se consideraban desgraciados por no haber conocido un amor sincero. Eso le ocurrió a una de las mujeres más ricas del mundo, la norteamericana Bárbara Hutton, que acabó siendo víctima de una cruel paradoja: sus últimos días los vivió en soledad, muy enferma y completamente arruinada. La muerte le sobrevino el 11 de mayo de 1979, hace por tanto treinta y nueve años, cuando sólo contaba sesenta y seis.

De uno de sus abuelos heredó los almacenes Woolworth, con sucursales en medio mundo. Tenía Barbara Hutton sólo veinte años y su fortuna se calculaba en ciento cincuenta millones de dólares, lo que hoy significaría la inmensa cantidad de un billón de esa moneda. Para marearse. Billón, insistimos, con b. Ella misma administró su patrimonio de manera harto caprichosa. Trataba a todas horas de divertirse pero en el fondo de su mirada podía leerse un signo de tristeza perenne. Ello podía justificarse por la forma en que fue educada, lejos de sus padres. Con el añadido de que fue la primera de su familia en descubrir el cadáver de su madre: se había suicidado al sentirse humillada por la constante infidelidad de su esposo.

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Hutton, en su juventud | Cordon Press

Las moscas revolotean siempre cuando descubren un panal de miel. Barbara Hutton estaba a menudo rodeada de supuestos amigos que la halagaban por cualquier motivo. No era estúpida: consciente de no ser especialmente atractiva, desde que siendo niña sintió ser un patito feo. Pretendientes los tuvo desde jovencita, mas ella los rechazaba discretamente, suponiéndolos meros cazafortunas. Claro que a los veintiún años se dijo que no iba a eternizarse por tales prejuicios y terminar siendo una solterona: contrajo matrimonio con quien se hacía llamar príncipe Alexis Mdivani, un caradura georgiano que se había establecido con su familia en Francia presumiendo ser descendiente de unos aristócratas. La pareja duró sólo un par de años, desde 1933 a 1935. Bárbara "despachó" a su marido con una generosa indemnización, gesto que mantuvo con todos sus esposos al separarse, seis de los siete que tuvo. Ya diremos por qué uno de ellos no fue también honrado con un millón de dólares y algunas propiedades.

El segundo de su larga lista de esposos no tardó en aparecer aquel 1935: el conde Kurt von Haugwitz, con quien convivió otros dos años. Tuvieron un hijo, el único de Bárbara Hutton, llamado Lance. Pero la pareja "hizo aguas" por la sencilla razón de que el tal noble le arreaba una paliza de vez en cuando a su mujer. Amantes no le faltaron a Bárbara a continuación. Y en una travesía marítima rumbo a Londres, acompañado de su hijo, conoció a Cary Grant. Simpatizaron en seguida. Ya en Estados Unidos iniciaron una relación íntima, culminada en boda en 1942. El galán más importante entonces (y puede que así esté considerado todavía) en la industria cinematográfica no era a primera vista la pareja más idónea para Bárbara Hutton. Pero en el amor no siempre triunfa aquello de "la media naranja". Y el periodo en el que estuvieron juntos, 1942-1945, puede decirse que resultó el más feliz, al menos en la vida de ella. Él se desvivía en complacerla en todos sus gustos, en tratarla delicadamente, pero acabó por no comprender esa costumbre de su mujer derrochando dinero a espuertas, bien comprando a todas horas innecesarios objetos y propiedades, o regalando joyas valiosas al primer amigo que llegara a casa. Y se divorciaron. Eso sí, civilizadamente. Y como antes de la boda el actor había firmado una cláusula de separación de bienes y otra en la que se obligaba a no cobrar ni un dólar de surgir la separación, Cary Grant pasaría a la historia de los cónyuges de Bárbara Hurtton como el único que no se benefició de su dinero.

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Con Cary Grant | Cordon Press

Acabada su convivencia con Cary Grant, la Hutton se enamoró de un diseñador de vestidos muy importante, Oleg Cassini. Llegó incluso a proponerle matrimonio, pero él rechazó la propuesta, aun sintiéndose muy halagado. Coincidió con Errol Flynn, aquel galán que iba de escándalo en escándalo, a veces sin encontrar diferencia en la cama al lado de una mujer o un varón. Seis meses duró esta relación, que empezó de esta manera, cuando Bárbara entabló su primer contacto: "¿Le apetece venirse a la cama conmigo?". Porque Bárbara Hutton era así de directa. Si quería comprar algo no vacilaba un segundo. Y con los hombres iba derecha a su objetivo. Otros amantes pasajeros serían el príncipe francés Henri de Latour d´Aubergue, el diplomático James Douglas Henderson III, un guitarrista bohemio llamado Frank Franklin… Cuando no encontraba en alguna recepción un varón que le gustase llamaba a una agencia de modelos masculinos, sin importarle lo más mínimo satisfacer su libido con un "gigoló".

En 1948 fue un campeón de coches de origen ruso, Igor Troubetzkoy, quien pasó a ser su cuarto marido. Tres años de relación hasta que ambos se cansaron. Y en esto que un día Bárbara se da de bruces con uno de los más refinados "play-boys" de la época, el dominicano Porfirio Rubirosa, yerno del dictador Trujillo. Pocas semanas fueron las que disfrutaron de su falso amor, porque el impenitente donjuán jugaba con varias barajas a la vez, y de la cama de la Hutton saltaba a la de Zsa-Zsa-Gabor. Enterada de ello, Bárbara lo dejó seguir con sus conquistas efímeras. Ello sucedía en 1953. Dos años más tarde se prendó de un tenista, Gottfried Kurt Freiherr. Cuatro años vivieron juntos, haciendo el paripé de que se querían. Esta fue la relación más extraña que juzgamos en la turbulenta vida sentimental de la multimillonaria norteamericana. Sencillamente porque este último caballero era gay. ¿Acaso no se dio cuenta Bárbara en un principio? ¿Por qué continuó a su lado si él no le hacía nunca el amor y se iba todas las noches al nido de su amante masculino? Misterio de una mujer que al final de la década de los 50 continuaba derrochando su inmensa fortuna sin encontrar ni la felicidad conyugal ni siquiera el equilibrio necesario para disfrutar de los placeres de la vida. Por supuesto que buscaba toda clase de estimulantes. Drogas, bebidas, aquello que la alejaba momentáneamente de toda realidad para soñar paraísos artificiales. Y siempre necesitaba tener cerca a un varón, para sentirse protegida.

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Con Gottfried Kurt Freiherr | Cordon Press

El último de sus maridos era un empresario arruinado, Pierre Raymond Doan, de ascendencia asiática. Bárbara le compró un título nobiliario y él se pavoneaba después de ser un falso príncipe vietnamita. Pasaban temporadas en Tánger, donde Bárbara Hutton había adquirido un palacete, bautizado como Sidi Hosni. Y en 1966 ella lo abandonó en un hotel marroquí y huyó con un peluquero que le atrajo de repente.

Y llegamos a un capítulo final con protagonista español, el torero madrileño Ángel Teruel. Bárbara lo había conocido una tarde en Plasencia y lo siguió por varias plazas. En la Maestranza le arrojó al ruedo un valioso mantón de Manila, que le fue devuelto aunque finalmente ella insistió que era un regalo para el diestro. Se encontraron más veces. Otra vez le obsequió con unos gemelos de brillantes. El matador de toros me invitó a acompañarle en su "Mercedes" a Jaén, donde Bárbara Hutton ocupaba una barrera. Le brindó uno de sus toros. Fotografié ese momento, así como al término del festejo capté con mi cámara una escena patética: el acompañante de la millonaria, su mayordomo Colin Frazier, la sacó en brazos del coso pues ella estaba imposibilitada para ascender hacia la calle. No podría atestiguar que entre Bárbara y el torero hubo pasión o intimidad, pero sí me consta que ella se había encaprichado de Ángel Teruel. Sólo unos meses. Hasta que retornó a Tánger y finalmente a Los Ángeles. Conservaba su casa en Beverly Hills, donde le sorprendió la muerte a los sesenta y seis años, delgadísima, apenas se alimentaba. En sus últimos días ya no tenía amigos que la halagaran. De su fortuna de ciento cincuenta millones de dólares sólo tenía en su cuenta bancaria tres mil dólares. Solitaria, enferma, arruinada, aquella leyenda estaba consumida, apartada del mundo, olvidada. Ya el comediógrafo inglés Noël Coward le había escrito un poema, que la retrataba: "Pobre niña rica".

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