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Miguel de Molina y Celia Gámez, enterrados a un metro sin haberse conocido

Los dos mitos españoles compartieron muchas vivencias.

Los dos mitos españoles compartieron muchas vivencias.
Celia Gámez y Miguel de Molina |  Archivo

Celia Gámez nació el 25 de agosto de 1905. Hoy la evocamos, junto también a Miguel de Molina: están considerados como dos grandes mitos de la escena musical española. Apenas se conocieron. Les unían algunos datos biográficos, que resumiremos; y en el lado opuesto, sus diferentes simpatías políticas, que mucho tuvieron que ver con sus vivencias. Al final de sus vidas, necrofílica casualidad, fueron enterrados, con un año de diferencia, en el mismo cementerio bonaerense de La Chacarita, en dos nichos distanciados a apenas un metro de distancia. Recordarlos ahora resulta al menos curioso por este último descubrimiento.

Miguel de Molina, malagueño, significó en el mundo de la copla y el espectáculo folclórico un símbolo de extraordinaria visión artística, con sus geniales puestas de escena, el diseño del vestuario, la dirección del ballet y él mismo con su voz aguda, no del todo técnicamente perfecta, pero vibrante y cálida, responsable de un repertorio de canciones españolas de gran belleza musical y excelentes letras llenas de poesía, dramatismo o esencia romántica, que él aflamencaba a su modo, sin ser ortodoxamente un intérprete del cante. Su leyenda era la de un transgresor por sus costumbres, sus formas de vida contrarias a la moral de la época: si en los años de la II República se le consentían sus arrebatos en el escenario, sus desplantes y su descaro ante el público, con una desordenada existencia presidida por su condición de homosexual, cuando los franquistas se alzaron con el poder concluida la guerra le pasaron factura, siendo multado, confinado fuera de Madrid y finalmente autoexiliado a México y la Argentina

Celia Gámez, nacida en Buenos Aires, vino a España a cobrar una herencia a comienzos de los años 20 del pasado siglo y acabó por afincarse en Madrid donde desarrolló una carrera artística como cantante discreta pero con un potencial como estrella de la revista, gracias a su físico, su temperamento, y la visión genial de cuantas comedias y espectáculos musicales estrenó. De cantar tangos, zambas y piezas del folclore criollo pasaría a estrenar composiciones más en la onda de su tiempo, el fox por ejemplo, las marchiñas, y los pasodobles, entre un variado fondo. Ella misma lucía unas espléndidas piernas (la llamaron Nuestra Señora de los Buenos Muslos) y elegía cuidadosamente a sus "vedettes", Concha Velasco entre ellas.

Miguel de Molina nunca ocultó sus preferencias sexuales, a pesar de que algunas mujeres quisieron acosarlo y acostarse con él. Precisamente lo que más determinó su salida de España, tras la paliza que le propinaron tres conocidos falangistas, fue esa conducta moral, intolerable para el régimen. Aunque pesara asimismo su filiación republicana. En el caso de Celia Gámez nada le inquietó al mantener relaciones sentimentales, primero con el Rey Alfonso XIII, luego con el padrino de su boda, el general José Millán Astray y sucesivos amores con personajes afines al bando franquista. Así, pudo cantar al terminar la contienda civil "¡Ya hemos pasao!", con notas de chotis , en respuesta al "¡No pasarán!" de los rojos, que tanto repetía La Pasionaria. Celia, para no escandalizar a los franquistas, aceptó casarse con un dentista donostiarra, José Manuel Goenaga, caballero atractivo, moreno y de lustrado bigote. Unión que duró sólo unos meses. Se dijo que ella lo había sorprendido en la cama con una de sus coristas. Aunque también corrió la especie de que Celia era bisexual y, aunque discretamente, mantenía relaciones lésbicas. El caso es que éstas apenas se conocieron públicamente en tanto con los hombres mantuvo otras que no ocultó, como antes de contraer matrimonio al lado del torero Juanito Belmonte, hijo de "El Pasmo de Triana" y, años después de su separación matrimonial, con el director del diario "Informaciones", de Madrid, Francisco Lucientes, periodista brillante que hubo de exiliarse a París por cuestiones políticas; Celia lo siguió pero él la hizo muy desgraciada, como me confió mi recordada amiga Niní Montián, que sabía muy bien de lo que hablaba por conocer a la pareja.

Celia Gámez y Miguel de Molina no tuvieron muchos encuentros personales. Pero cuando el malagueño viajó a España por última vez en 1958 para resolver algunas cuestiones notariales y personales relacionadas con su madre, que había fallecido años atrás en Valencia, aprovecharía para dar unos conciertos, muy aplaudidos, en el teatro Albéniz, de Madrid, y en la sala de fiestas "Florida Park", del Retiro madrileño. En esta última, dedicó uno de sus números a Celia y ella se acercó a la pista para abrazarlo. A ambos les unía su amor a España, sus preferencias musicales puede decirse que eran muy parecidas si no a veces iguales , aunque ya queda dicho que Miguel repudiaba al régimen franquista y nunca quiso volver, recordando sus desdichas y lleno de soberbia también al saber que ya su figura importaba bien poco a los españoles de aquellos finales de los 50 y décadas siguientes. Por eso esperó la muerte en su casa de Buenos Aires hasta el día final, 4 de marzo de 1993.

Celia Gámez gozó de popularidad y dinero con sus espectáculos, desde la postguerra hasta su última aparición en un escenario madrileño, el teatro de la Latina, en 1984, contratada por Sara Montiel, ambas mano a mano junto a la cubana Olga Guillot. Su afición al juego (iba a menudo a los Casinos de Portugal) la llevó a un paso de su ruina, habiendo ganado con sus revistas musicales muchos millones. Con números rojos en su cuenta bancaria, resolvió su grave situación económica pidiendo ayuda a doña Carmen Polo de Franco. Tras una favorable entrevista , a Celia le proporcionaron un generoso crédito bancario, con el que pudo seguir adelante. Grabó discos, rodó una película en versión moderna de su gran éxito revisteril "Las Leandras", al lado de Rocío Dúrcal en el papel de hija suya y se volvió a Buenos Aires. Allí nadie la conocía, ni antes ni después de sus triunfos. Y en su último viaje a Madrid para dictar sus memorias desmemoriadas a un mediocre redactor de Semana (la revista que le pagó a cambio ocho millones de pesetas) trató de que el alcalde entonces de Madrid, el profesor Tierno Galván, le erigiera una estatua para que la recordaran en el centro de nuestra capital. El "viejo profesor" le dio largas y en un almuerzo que compartí a su lado, dejó bien claro que mientras él fuera el edil de los madrileños, Celia no tendría monumento alguno. No había olvidado el "Ya hemos pasao" de 1939 que con tanta alegría cantara Celia. Quien acabó yéndose a su ciudad natal donde al poco tiempo ingresó en el geriátrico San Jorge, centro donde le diagnosticaron demencia senil. Decía a sus sobrinas: "Deprisa, vestidme, que empieza la función...", creyéndose en sus días de "reina de la revista". Tenía ochenta y siete años cuando falleció el 10 de diciembre de 1992, uno más que Miguel de Molina y uno menos respecto al año en el que éste murió. Su vida tuvo más capítulos felices que desdichados, pero me confesaría en una de las entrevistas que le hice: "Hubiera dado todo por ser madre, lo único que no conseguí de cuanto me propuse".

Sospecho que, tal vez, no muchos admiradores de ambas estrellas del espectáculo conocían lo que les hemos contado: que sus restos fueron enterrados a apenas un metro de separación, en sendos nichos de La Chacarita. El del creador de "La bien pagá", con el número 397; el de quien estrenara "El Pichi", 393. Los dos en el panteón de la Asociación Argentina de Actores.

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