Recientemente se difundió por algunos canales de televisión un anuncio televisivo patrocinado por una marca de embutidos. Su protagonista era el actor ahora fallecido Enrique San Francisco, que aparecía con hábito y capucha como escapado de un convento, cual salido de una película de Mel Brooks. Bien merecía este actor de que su vida estrambótica se hubiera llevado a la pantalla: a los diecisiete años conoció a su padre. Tuvo cuatro mujeres, una de ellas la benjamina de Lola Flores, Rosario, que lo dejaron por su adicción a las drogas. Pasó por la cárcel varias veces, fue legionario, está medio cojo por culpa de un maldito accidente y malvive como puede cuando es un bohemio de la escena, dotado de extraordinaria vis cómica y suficiente capacidad dramática. Un actor de singular físico, lo que condicionó sus papeles, que todavía pudiera demostrar el talento que lleva dentro, si es que no es suficiente cuanto hasta la fecha reúne su biografía artística: setenta películas, cuarenta obras teatrales, una veintena de series televisivas. Con un talante impasible, cerveza a menudo en mano, no espera mucho de la vida. Pero es una pena que se haya ido, repetimos, un actor fuera de los común. Lo habitual en este país que nunca ha sabido valorar a sus gentes.
Rogelio Enrique San Francisco Cobo. Para su identidad artística, Quique San Francisco en su primera época. Y ahora, definitivamente Enrique San Francisco. Madrileño. Vivió hasta los trece años en Barcelona con su madre soltera, Enriqueta Cobo, que en el teatro se anunciaba como Queta Ariel, que suena a marca de detergente. A esa edad parece que le entraron ganas de conocer a su progenitor, que residía en Madrid. Y a nuestra capital viajó con un billete verde, de los de mil pesetas, dinero que le permitiría vivir unas semanas hospedado en pensiones de mala muerte y algún hostal más habitable. Tardó en conocer a su padre.
Hasta entonces, resulta que la madre de Quique, para ayudarse económicamente, empujó al chico a ser modelo infantil en anuncios, apenas con seis años. Con ocho logró introducirlo en una compañía barcelonesa que representaba El sueño de una noche de verano. También apareció de bulto en algunas películas. Todo ello dio como resultado que Quique San Francisco se viera involucrado en la profesión de actor sin él haber definido previamente su vocación. Le daba vueltas a eso de ser hijo de madre soltera, porque en el colegio sus condiscípulos le preguntaban quién era su padre y él no sabía qué contestar.
La verdad es que su progenitor había ido a comprar tabaco y no se acordó más de que había dejado embarazada a Queta Ariel. Y mucho menos se preocupó de los pasos que iba dando el muchacho. Y cuando ya en Madrid, Quique con diecisiete años, se conocieron, hubo en principio la escena previsible: alguna lágrima, esto lo vamos a solucionar los dos, y esas cosas que se dicen en tales circunstancias. Quique poco podía pronunciar. Su padre resultó ser un actor secundario, rubiasco, llamado Vicente Haro. Lo conocí en los pasillos de Televisión Española, donde trabajaba a menudo en Estudio 1, sainetes y programas dramáticos diversos. Quique también hizo sus pinitos en los estudios de Prado del Rey. Imagino que su padre biológico le echaría una mano. Pero aunque vivió a su lado alguna temporada, acabó por independizarse. No era Quique San Francisco proclive a estar a la sombra de los demás, por mucho que su papá le fuera simpático. Rubrico que tenía esa virtud. Como actor, era limitado y acabó montando una agencia artística, como representante de gentes de su gremio. Falleció ya hace varias décadas. Por cierto: el apellido San Francisco fue cosa de su madre, que así lo registró civilmente, al desentenderse de Vicente Haro. Apellido que utilizó de quien fue después su pareja. O sea que el joven actor lo llevó de quien puede decirse fue su padrastro.
¿Qué hizo Quique San Francisco por su cuenta? Primero, cumplir con el servicio militar. Su genio le causó algunos problemas. Terminó alistándose en la Legión, donde podían pasarse por alto. Y allí se convirtió en francotirador. La aventura le gustaba. Pero su madre lo echaba de menos. Y Quique pidió la baja en el Ejército, reintegrándose en Madrid a su vida de actor y a sus correrías en plena movida, donde quedó enganchado de la heroína y la cocaína. Sus veleidades amorosas fueron bastantes. Se decía en su ambiente que estaba muy bien dotado. Mujeres no le faltaron, varias de ellas incluso casadas y con hijos. Pero él sólo se enamoró de una: Rosario Flores, la hija de la Faraona. Se conocieron a través de Antonio, el hermano de ella, que lo era también desde el punto de vista afectivo para Quique. Rosario quedó flipada al intimar con él. Fueron meses de pasión incontrolada. Sobre todo por parte de Quique, que le daba a la mandanga, a la farlopa, a cuanto pudiera introducirse en los orificios de la nariz o incluso pincharse. Y Rosario no pudo con aquel delirio de su amor y lo dejó. Con buenas maneras, pero lo dejó. Y ya ven cómo luego terminó Antonio Flores. Rosario, que no comulgaba con aquella vida depravada, conoció a un buen chico, el hijo del director Pedro Lazaga y fundó con él un hogar, que ha mantenido con sus hijos sin escándalo alguno.
Entre tanto, Enrique San Francisco fue protagonizando episodios rocambolescos. Siempre había sido así, libre como los pájaros. Por ejemplo, estuvo una temporada en Nueva York y pasó por el Actor´s Studio. Yo creo que a él no necesitaba de las enseñanzas de Lee Strasberg: se las ventiló siempre solo ante las cámaras o ante el público. Le dio por conocer paraísos artificiales en su propia salsa, y viajó a Nepal, donde gozó lo suyo. Allí le ocurrieron anécdotas en principio absurdas, como ser detenido y pasar cinco días entre barrotes por pegar a un mono que se quería apropiar de una comida de Quique. Resulta que los simios, como otros animales, son bienes protegidos en Nepal. Peor fue lo que le ocurrió en un cutre comercio, donde compró un paquete de galletas, que al ir a comerlas, fuera del local, estaban llenas de gusanos. Volvió al establecimiento, pidió explicaciones y devolución del dinero satisfecho, no obtuvo satisfactoria respuesta del comerciante y Enrique la emprendió a puñetazos con el causante de su ira. De inmediato surgieron unos policías que llevaron al actor español a un cuartel, donde lo enchironaron. Por lo contado, cualquier mediano escritor o guionista podría hilvanar un relato interesante, digno de plasmarse en imágenes.
De su vida, digamos normal, como actor, recordemos sus apariciones en Colegas, Navajeros, El pico, que dirigidas por el entonces prolífico controvertido y algo escandaloso Eloy de la Iglesias dieron nombre a ese género: "cine quinqui". En cualquier caso argumentos, ciertamente de personajes marginales hasta entonces ignorados en el cine español. También fue uno de los protagonistas de la estupenda Orquesta Club Virginia. Al fin y al cabo, Enrique San Francisco no iba a ser reclamado por directores como galán de películas de alta comedia. Ese rostro, como recién levantado de la cama, los ojos como huevos duros, la mirada hiriente, lo facultó siempre para cintas de terror, para encarnar tipos de villanos. Y éstos, los había a porrillos en los barrios extremos dela capital donde se traficaba con drogas las veinticuatro horas del día. Por supuesto, que al margen de que el propio Enrique fuera consumidor de esas substancias, también por su talento podía dar vida a otro tipo de personajes.
En El Club de la Comedia dio rienda suelta a su veta humorística. Contando historias divertidas sin mover apenas un músculo de su cara; es decir, sin siquiera sonreír, mas produciendo carcajadas en la audiencia. Y en la serie Cuéntame, detrás del mostrador de un bareto de barrio incorporó entre 2001 y 2002 el papel de Tinín, un severo dueño que no era partidario de pasar por alto las consumiciones de los personajes de Tony Leblanc, Imanol Arias y otros parroquianos. Tenía Enrique San Francisco asegurado entonces un buen dinero que le proporcionaba la productora de aquel programa. Todo se fue a tomar viento la noche del 24 de octubre de 2002 cuando a bordo de su motocicleta fue embestido por un turismo que lo dejó tendido en pleno centro de Madrid. Le diagnosticaron fractura de tibia y peroné, hubo de someterse a ocho operaciones, a llevar muletas, luego silla de ruedas durante año y medio, lo que le imposibilitó continuar en la mencionada serie. En adelante, medio cojo, pudo aparecer en El Club de la Comedia y en algún otro espectáculo teatral.
No obstante la categoría de su nombre y la buena disposición del Enrique San Francisco, su vida pasó por momentos delicados para sobrevivir. Según propia confesión, fue engañado por algún agente artístico. Lo que repercutió gravemente en su economía. Al punto que hubo de deshacerse de un piso de su propiedad para irse a vivir a un hotel modesto en las afueras de Madrid. Pero Enrique San Francisco, el del spot navideño de una marca de jamones, no se deprimió. De sus últimos amores se dijo poco. Él vivió a lo suyo, como un lobo estepario, solitario, sin renunciar jamás a sus golferías, marca de la casa. Un buen tipo...