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Hubo Say pero no Yay: siniestro de Barei en otro esperpento eurovisivo

Quintos por la cola y en el puesto 22, la de Barei fue -pese a lo que ocurrió tras su actuación- otra Eurovisión para olvidar.

Quintos por la cola y en el puesto 22, la de Barei fue -pese a lo que ocurrió tras su actuación- otra Eurovisión para olvidar.
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Alguien debería escribir un libro sobre cómo perder en Eurovisión. Porque España sigue empeñada en aprender todas las maneras posibles, a razón de una por año. Si en la anterior edición con Edurne falló la canción, hoy ha sido por el directo y la puesta en escena. Un factor que puede ensalzar temas como esa atrocidad rusa (tercera) o enterrar las posibilidades de "Say Yay!", un decente tema funky para el que Barei, su cantante y compositora, debió confiar en algo más que su presencia y –suponemos habilidades telequinéticas para transmitir su evidente fuerza. En resumen: si el año pasado faltó música este año falló el show televisivo. O mejor dicho, el espectáculo visual. Porque, recordemos, el voto de los espectadores es la mitad del resultado. Hubo "Say" pero no "Yay".

Pese a la buena actuación, que cuadruplicó los puntos de Edurne, el chasquido se pudo escuchar desde España. Poco importó que la caída y fundido a negro salieran bien; que las casas de apuestas devolvieran a la madrileña a la locomotora del top-five (un espejismo cruel o maniobra inverosímil, tachen lo que prefieran). Al final efectivamente acabamos quintos… quintos, pero por detrás. Un escenario desnudo de artificios con cuatro coristas (que no bailarinas) posadas tras un micrófono acabaron saliendo caro a la española en un festival que, de todas formas, huele un poco a muerto. ¿La canción? Era adecuada para la fiesta, y en el fondo Barei cumplió su cometido con ella, pero el error ya estaba cometido antes de pisar Estocolmo.

Porque Eurovisión (o esa nebulosa denominada "voto del público") prefirió dar el triunfo en el último momento a Ucrania con un sentido tema, "1944", recorrido por un subterráneo contenido político sobre el conflicto de Crimea y las deportaciones tártaras de Stalin. Un vuelco en el último minuto que certifica, al menos, la utilidad del nuevo sistema presentar el recuento, un intento de lavar la cara a un evento apoteósico que, sin embargo, da la impresión de estar atrapado en un callejón sin salida. El tema, que ni siquiera la propia Jamala intentó bailar, quitó el triunfo a la que quizá era la mejor canción de la edición, la australiana. Un poco de tensión que en estas circunstancias (recordemos: llevamos tres horas y media de gala) tampoco viene mal.

Han leído bien. El festival estuvo a punto de anexionar Australia a Europa gracias a la canción de Dami Im, "Sound of Silence", la segunda aportación del país al concurso tras su primera aparición simbólica en 2014. Que a punto estuvo, con sus 511 puntos, de llevarse el (merecido) triunfo y provocar un divertido esperpento en los bares y redes sociales de dos continentes. Pero más que eso uno se pregunta qué debe parecerle al espectador ocasional de Eurovisión que ese país anti-gay, que en anteriores ocasiones la ha liado parda en el festival, Rusia, se lleve otra vez y con total impunidad un tercer puesto con la que unánimemente ha sido considerada una de las peores canciones de la noche. Un par de alucinantes simulaciones y efectos ópticos han bastado a Sergei Lavrov para lograr un tercer puesto, ganado -eso sí- con el voto del público, hipnotizado por ese show de luces del que, precisamente, Barei decidió desprenderse. Ambos países, de todas formas, parecen abonados a los puestos de cabeza, con música o sin ella, lo que demuestra la utilidad de esa palabra, "geopolítica", que hace un año metimos en el armario y no volvimos a sacar hasta el sábado por la tarde. O mejor llámenlo tongo, a mí qué más me da.

Una 61 edición que, por lo demás, quedará marcada por la internacionalización del formato, que se emitió por primera vez en Estados Unidos (ojo a la presencia de Justin Timberlake) y prepara su versión asiática para aumentar su repercusión en años sucesivos. Poco más en una gala correcta, sin errores de bulto pero carente de personalidad o verdadera relevancia: ni un solo himno, ni una sola muestra de originalidad y ni un momento para el recuerdo.

Narrada con buena voluntad por Julia Varela y sumo aburrimiento por José María Íñigo, apenas una nota a pie de página que de todas formas se permitió notas de condescendencia con su compañera, Eurovisión cumplió con lo estipulado y nos dejó pasar página, demostrando al menos una cosa: si España es un país de malos hermanos, los vecinos (salvo Italia: 12 puntos, gracias te decimos) no andan muy a la zaga.

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